Formalmente existe institucionalidad en Colombia, pero ni sirve a todos ni es positiva la manera como la perciben los ciudadanos. En realidad funciona en beneficio de pocos y ha derivado en una estructura de poder excluyente que se opone con ferocidad a cualquier esbozo de avance social en uno de los países más inequitativos del mundo. El miedo como herramienta política y la ignorancia colectiva como soporte de opinión, son los pilares de privilegios defendidos a sangre y fuego por una institucionalidad al servicio de quienes menos la necesitan. Por supuesto que existen actores rectos, excepciones que tenemos que cuidar y apoyar para no destruir la poca legitimidad que gracias a su decoro todavía conservamos
Si bien el acceso a la tierra es la médula de todos nuestros males, limito esta reflexión a otros aspectos relevantes de inestabilidad institucional, causa y consecuencia de la violencia e inequidad social que nos agobian: la Justicia, el ejercicio de la política, el sistema de salud y la corrupción generalizada que permea y cruza a todos ellos. Por simple asepsia no incluyo el Congreso.
Los colombianos quisiéramos ver en la Justicia la mejor de nuestras instituciones. Su actual lentitud y politización no pueden malograr la credibilidad acumulada gracias al esfuerzo colectivo de personas intachables que la han honrado con su rectitud. Tampoco puede ser menoscabada por la irresponsabilidad con la que algunos de los afectados por sus decisiones la suelen descalificar, ni pisoteada desde adentro por magistrados, jueces y funcionarios aferrados con indignidad a sus cargos.
Grave que el aglutinante de las diferentes corrientes de opinión no sean las ideas que se profesan sino los “Ismos” que las individualizan, señal inequívoca de que se siguen personas y no modelos de país: el fulanismo se enfrenta al sutanismo, con lo cual desaparece todo vestigio de institucionalidad política.
Se debilita la institucionalidad cuando no es la ética el criterio determinante para seleccionar candidatos a cargos de elección popular o entidades públicas. Cooptada una institución por la afinidad política o por élites de cualquier índole, la consecuencia inevitable será su indebido enriquecimiento y la promoción de sus intereses y banderas partidistas.
Necesitamos instituciones garantes de los derechos de todos, especialmente de los de las minorías, pero se han convertido en escenarios de ilegítima participación política, desdibujadas por los intereses de quienes las encarnan y de sus amigos y afines.
Nuestras normas consagran la repetición patrimonial contra funcionarios irresponsables que hayan dilapidado recursos públicos, para que asuman, de su propio bolsillo, los valores extraviados. Sobran dedos en una mano para hacer el inventario de los casos en los cuales se haya hecho efectiva esa repetición y no precisamente por inexistencia de casos concretos. Por eso se ha vuelto común robar en grande. Si se hace en el sector público, el riesgo es un poco de cárcel a cambio del posterior disfrute de lo robado, botín que siempre queda al amparo del infractor que lo obtuvo. Y si es cometido por agentes privados, de cara al destinatario de sus productos o servicios, ni siquiera opera la sanción ciudadana porque basta un cambio de razón social o del nombre de la marca para enmascarar el estraperlo. La corrupción florece en la desmemoria y su oscura historia parece escrita por el olvido.
Los acuerdos para fijar precios artificialmente altos, los dineros escondidos en paraísos fiscales, la guerra, la inmoralidad pública y privada en la contratación (no existe la una sin la otra), la evasión tributaria, la manipulación de la opinión pública desde medios de comunicación orientados por grupos de poder, toda impunidad (y no solo la del enemigo), toda mentira (y no solo la del bando contrario), son formas de corrupción. Ni que decir del cinismo de dirigentes públicos dedicados a feriar los bienes que les son confiados y a justificar su ineptitud con el eufemismo vergonzante de democratizar la propiedad pública, como si lo que es de todos no estuviera ya democratizado.
La salud ha devenido en un negocio de intermediación financiera que convierte al paciente en una mercancía transable subordinada al P y G. Esta pobre concepción golpea severamente la institucionalidad. Algunas excepciones demuestran que es posible una prestación eficiente del servicio, preservando incluso el lucro, entendido este último como una consecuencia y no como un objetivo en sí mismo, tal como debería ser estructurado cualquier servicio público socialmente responsable.
Lástima una institucionalidad tan precaria frente a tanta necesidad del pueblo colombiano.