Vivimos en una época que privilegia la apariencia y el entretenimiento sobre el significado y el esfuerzo. Lo poco que quedaba de este último parece condenado a desaparecer en manos de la inteligencia artificial. La reflexión y las preguntas filosóficas son cosa del pasado, resueltas hoy en día a través de los algoritmos de un chat. El sentido de la vida y sus implicaciones, por las que nos hemos cuestionado durante milenios, prometen develarse en segundos en el campo del silicio y no en el lento y fatigoso mundo de las neuronas.
En su libro de 1932, con el mismo título de esta columna, el escritor británico Aldous Huxley relata la historia de una sociedad cuyos avances técnicos han eliminado la guerra y la pobreza. La humanidad vive feliz en una especie de hipnosis colectiva en la que las emociones han sido domesticadas por medio de la persuasión, el placer y la medicación. ¿El costo? la eliminación de aspectos tan humanos como la diversidad, el conflicto, la filosofía y el arte. El sufrimiento ha desaparecido en aras del entretenimiento y la dopamina.
No parece que estemos tan lejos de ese mundo feliz. Basta con encender el celular o la pantalla del televisor para descubrir cómo la ignorancia, que hace años era motivo de vergüenza, hoy se presume en medio de likes y reproducciones en las cuentas de youtubers e influencers.
La emocionalidad ha reemplazado a los argumentos en la discusión, y la cultura de la cancelación restringe cada día más la divergencia en los medios y la academia. Una alarma de la avalancha que se nos venía encima lo vivió mi generación, a través de programas como La Tele o Beavis and Butt-Head, en los cuales el objetivo era enaltecer la ridiculez, la estupidez y el absurdo. Hoy son la regla.
De ahí la importancia de aquellas iniciativas y personajes que se resisten a lo habitual y proponen nadar contracorriente en un mundo marcado por el ruido y el espectáculo. Iniciativas y personajes que proponen otras versiones de la realidad, en las que la reflexión, la lentitud y el esfuerzo también tengan un espacio. Gloria Bermúdez, de Laboratorio del Espíritu y Santiago Betancourt, de Entrelibros, fueron dos de esos personajes.
Cada uno, a su manera, emprendió un camino en el que se abrieron nuevos horizontes para la cultura en el Oriente antioqueño. En un planeta donde la barbarie parece ganarle a la sensatez, una biblioteca rural o una librería independiente actúan como pequeños diques, que intentan contener la embestida brutal de una posmodernidad, que licúa a su paso todo referente posible.
Cual quijotes, siguen apareciendo iniciativas culturales como Cubo, Tanta Tinta, El Licenciado, Libros que van y vienen, o las Pequeñas Bibliotecas Libres en El Retiro, a punto de desaparecer desde la última administración municipal. Todas siguen la senda de proponer un alto en el camino, de confiar en medio de la desconfianza. De invitarnos a bajar, por un instante, del frenético ritmo de la locomotora de la cotidianidad y permitirnos el lujo de pensar, de perturbarnos, de criticar la época que nos ha tocado vivir, en un siglo que avanza a la velocidad del rayo y que nos propone vivir ingenuamente en un mundo feliz.