Hace poco, en una esquina de esta ciudad que ya se acuesta tarde, me encontré con un viejo amigo, o tal vez fue un desconocido con cara de conocido, que viene a ser lo mismo cuando las conversaciones empiezan bien. Él tenía los ojos inquietos, como si estuviera a punto de decir algo importante, y yo, con la torpeza de quien siente que lo importante ya se dijo demasiadas veces.
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“No entiendo nada”, me dijo; y su sinceridad tenía la amargura del café que en mi mano se enfriaba. La gente grita mucho.
Miré a mi alrededor. En cada esquina hay una disputa, un incendio verbal. En redes sociales, en cenas familiares, en universidades, en oficinas de paredes grises y almas cansadas, la gente habla con un fervor de guerra santa sobre lo que está bien y lo que está mal, sobre quién es bueno y quién es malo, sobre si estás en el lado correcto de la historia o eres parte del problema. “Woke” y “anti-woke”, progresistas y reaccionarios, liberales y conservadores; como si de verdad pudiéramos dividir al mundo entre buenos y malos de un solo tajo.
“Quizá el problema no es entender, es no escuchar”, le dije.
Y ahí nos quedamos, en la acera, viendo el río de personas que iban y venían con pancartas invisibles. Algunas cargaban sobre los hombros siglos de injusticia, otras llevaban el peso de un mundo que sienten que ya no entienden. Algunas tenían razón, las otras también.
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Lo curioso es que el sentido común, ese viejo lobo solitario, parece haberse quedado sin casa. Nadie lo invita a las discusiones porque no encaja bien en los extremos, no grita lo suficiente, no golpea la mesa, no le interesa ganar. Quizá por eso, en estos tiempos de trincheras digitales, parece haberse convertido en un bien, bien escaso.
Nos hemos acostumbrado a sentir que hacemos lo correcto solo cuando nuestro bando nos aplaude. Que ser valientes es señalar al otro, pero nunca dudar de uno mismo, que tener razón es más importante que encontrar la verdad. Pero la verdad, si es que aún tiene la amabilidad de existir, se ríe de nuestras etiquetas y no se acomoda en un lado de la historia, porque la historia no es una línea recta, sino un laberinto de espejos empañados.
En algún punto de la conversación, mi amigo -o el desconocido con cara de amigo- hizo algo que ya casi nadie hace: se encogió de hombros.
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“No sé. A veces siento que todos nos hemos vuelto un poco locos”, dijo él. “Quizá”, dije, “pero también podríamos intentar algo distinto”.
Lo miré con esa sospecha de que aún hay espacio para lo humano, para la duda, para la conversación sin trincheras. Tal vez, la salida de este laberinto no es pelear por qué palabra define mejor el presente, sino recuperar la capacidad de mirar al otro sin verlo como un enemigo. Quizá hacer lo correcto no tenga que ver con movimientos ni paradigmas ni con el qué dirán, si no con ese músculo olvidado de la intuición, ese que nos dice que, al final del día, que lo importante no es quién ganó la discusión, si no qué hicimos con ella, que cuando nos acostemos la almohada nos sea leve como la consciencia y sintamos que lo que hicimos lo hicimos bien. Y en ese preciso momento, mientras la ciudad seguía su danza frenética de certezas absolutas, en esa esquina del cafetín salía con voz gangosa un Gardel desteñido que decía que “el mundo fue y será una porquería…”, pero en mi cabeza, al contrario, flotaba la idea de que el sentido común aún podía hacer su regreso, y se sintió, por un instante, más que posible, necesario.
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