A la memoria de José Amador Arias S.
La fiebre es la reacción del organismo frente a alguna enfermedad de naturaleza infecciosa. Suele manifestarse con aumento de la temperatura corporal, alteraciones cardíacas y respiratorias y otros desarreglos fisiológicos. Una temperatura mayor que la habitual activa las defensas para generar resistencia a bacterias y virus.
No es por tanto una enfermedad sino un mecanismo de defensa. Si bien en ocasiones conviene dejar que siga su curso mientras el sistema inmunológico hace su trabajo, no se puede mantener en forma permanente porque podría causar complicaciones peores.
Un adecuado tratamiento parte del conocimiento de la realidad clínica del enfermo. Colombia lleva doscientos años en la unidad de cuidados intensivos. La agobia una septicemia, pero se insiste en tratar la fiebre sin escuchar al paciente que grita dónde le duele y cuál es la causa de sus padecimientos.
En algunos momentos de lucidez se ha buscado el origen del problema en lugar de combatir sus efectos. Un diagnóstico de 1936, audaz para la época, fue ignorado por quien, en vez del tratamiento recomendado, prefirió retomar la fórmula habitual: reducir la fiebre. Hubo otro a finales de los sesenta, abortado casi inmediatamente en un pacto chico. Y algún otro esfuerzo reciente, en fase de experimentación, enredado en vericuetos tecnicolegales para impedir a toda costa su implementación.
Estamos ante una enfermedad endémica, de vieja data, que ya existía antes de la aparición de agentes a los cuales se atribuye hoy el contagio. Lo comprueban múltiples manifestaciones previas producidas por la misma disfunción actual. Esos vectores externos sirven hoy de excusa para negar en forma sistemática el tratamiento preventivo a un mal que desde siempre hemos padecido.
El diagnóstico actual, como el procedimiento sugerido, es desolador.
De un lado, si bien trata de reconocerlas, se pretende eliminar la fiebre sin remover las causas que la producen. Se reitera a cada paso que no se busca cambiar el modelo clínico que ha derivado en la situación cuya patología se busca remitir.
Del otro, se insiste en un tratamiento de choque que exacerbe la fiebre para que el sistema inmunológico y las defensas del organismo hagan lo suyo. Algo así como curar la enfermedad acabando con la vida del paciente.
Y por cuenta de dos terapias que en nada difieren, una que ignora las causas y otra que las enmascara, se somete al enfermo a un estrés supremo, que arriesga arruinar todo su organismo.
Al borde del agotamiento, al paciente le queda la opción de recurrir a medicinas alternativas y médicos que vean más allá de los síntomas. Que al menos evalúen sus sistemas vitales y utilicen las ayudas diagnósticas disponibles desde hace mucho tiempo.
El problema no es la fiebre, la violencia, sino la enfermedad que la origina, la inequidad, la injusticia social, la ausencia del Estado. Combatir a fondo esa enfermedad es el tratamiento que Colombia necesita. Su institucionalidad no ha sido capaz de asumirlo porque al hacerlo toca privilegios ancestrales, defendidos a sangre y fuego, entonces y ahora.
Los grupos armados ilegales son la manifestación del problema, no el problema. Pero insistimos en atacar los efectos y no las causas, que es lo mismo que dispararle a la luna con un rifle de aire.
Lo que hay que erradicar de raíz son los mecanismos de exclusión social, guerra incluida, que han convertido a Colombia en uno de los países más desiguales del mundo. Esa es la otra cara del terrorismo. La guerra no resuelve la inequidad que la genera, como la medicina para la fiebre no alivia la disfunción que la origina.
El enfermo demanda serenidad y tolerancia para aliviar su estrés. El enemigo no es la fiebre. No siempre están los violentos en un lado y las autoridades y el orden establecido en el otro. Es justamente ese orden establecido el que hay que cambiar porque no está concebido para el bienestar de todos sino para la opulencia de pocos. Opulencia impune, en muchos casos.
No. Hay otras formas de entender el país. Uno tiene que negarse a que se le arrincone entre falsas disyuntivas. Silenciar las armas es un buen punto de partida, pero no es la paz.
Está bien que a algunos les sobre, siempre y cuando a nadie le falte. Todos, TODOS, necesitamos un lugar en la dignidad. Solo entonces tendremos paz