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Los eventos de la semana pasada en Medellín, con sus lluvias torrenciales e inundaciones paralizando la movilidad urbana, han puesto al descubierto, nuevamente, la vulnerabilidad de nuestra ciudad ante los cambios climáticos extremos. Cada vez resulta más claro que, frente a estos fenómenos, no podemos permitirnos la indiferencia; todos somos, de alguna forma, protagonistas y víctimas de las alteraciones climáticas que afectan de manera desproporcionada la vida en nuestra ciudad.
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Lejos de ver la ciudad como el paradigma de dominación del hombre sobre el entorno natural, estos eventos nos obligan a repensar dicha relación. Medellín no es una isla ajena a su contexto, sino parte de un sistema interconectado: vivimos en un ecosistema urbano que integra lo natural, la infraestructura y lo social. En esta triada, el componente social —manifestado en prácticas culturales, económicas y políticas— suele predominar, frecuentemente, en detrimento de la sostenibilidad a largo plazo del territorio; lo que, sumado al avance del cambio climático, hace que los desastres naturales estén cada vez más cerca de las ciudades.
En el contexto global, todas las ciudades son vulnerables a impactos severos originados por el cambio climático y enfrentan un panorama incierto. Hoy, el 50 % de la población mundial reside en áreas urbanas, una cifra que alcanzará el 70 % para 2050, lo cual eleva la preocupación. Según ONU-Hábitat, la resiliencia urbana —la capacidad de la ciudad para anticipar, planear, prepararse y responder a las adversidades naturales o de origen humano— se vuelve esencial para asegurar el futuro de las ciudades.
En Medellín, según esta misma fuente, algunos de los principales obstáculos para la resiliencia urbana son: la ocupación inadecuada del territorio, la vivienda informal en zonas de riesgo, la vulnerabilidad climática, la inmigración masiva, la inseguridad alimentaria, la informalidad laboral, la violencia, el crimen y el riesgo de corrupción. Estas condiciones dificultan la capacidad de la ciudad para sobreponerse a eventos catastróficos y avanzar hacia la adaptación y la transformación de sus condiciones de vulnerabilidad.
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El clima de Medellín y la gravedad de sus efectos tienen mucho que ver con nuestras decisiones colectivas e individuales: desde la ubicación de las construcciones hasta el consumo de energía, el uso del agua, la gestión de residuos, la utilización de transporte público y aspectos menos evidentes como nuestras decisiones en lo político y la contribución a la informalidad del empleo. Estas acciones, parecen insignificantes de manera individual; pero, en conjunto, representan grandes presiones sobre el ecosistema urbano y su capacidad para gestionarlas.
Así como entendemos nuestro papel individual y colectivo en el clima, es importante comprender el papel de la COP (Conferencia de las Partes) en la posibilidad de hacer una diferencia en la gestión de la biodiversidad y cambio climático, una reunión de delegados de más de 196 países firmantes del convenio sobre la diversidad biológica, para definir acciones de protección en los ecosistemas.
En su versión 16, con Colombia como anfitriona, esta conferencia debe verse como más que un acto protocolario o una vitrina para el país: es una invitación a reflexionar sobre la fragilidad de nuestros ecosistemas naturales y urbanos. Fragilidad, que no solo nos debería recordar eventos paralizantes y desastrosos como los que vivimos la semana pasada. Si la ciudad es nuestro principal medio y forma de vida, ¿cómo podemos cuidarla? Esta no es una respuesta sencilla. La primera parte de la respuesta se encuentra en sentirnos parte de la solución. Participar es la acción más poderosa de la que disponemos los ciudadanos para cuidar y transformar la ciudad; la segunda quizá, se encuentre en revisar cómo vivimos y nos relacionamos para hacer nuestra cotidianidad más responsable y sostenible. Finalmente, parafraseando a Gandhi, tenemos el poder de ser el cambio que queremos ver en el mundo.
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