“De padre a hijo, no ayer sino mañana, la luna creciente se convertirá en luna llena. Quiero sonar la trompeta por la paz en la búsqueda de un nuevo futuro”. Estas fueron las palabras pronunciadas por el creador de la escultura Estatua de una oración por la paz, en la ceremonia de entrega de la obra a la ciudad de Hiroshima, en 1977.
La escultura, conformada por una mujer parada sobre una luna creciente sosteniendo a su hijo, quien a su vez está tocando una trompeta, se encuentra en el parque del Memorial de la Paz. A pesar de pensarlo dos veces antes de incluirla en el itinerario (pues pensaba que podría ser una carga emocional muy fuerte), Hiroshima es una parada que vale la pena. Nos recuerda hasta dónde puede llegar el ser humano y hace un llamado a evitar que ese tipo de hechos se repitan. El sitio no deja de ser sobrecogedor; la forma en que está diseñado el parque impide que el mundo olvide lo que ocurrió (incluyendo la escultura de un reloj que marca la hora exacta en que la bomba fue arrojada). Sin embargo, de alguna manera transmite esperanza a través de diversas esculturas y mensajes grabados a su alrededor, en medio de jardines cuidadosamente conservados. El fuego eterno que arde en la parte principal del monumento, solo se apagará cuando en el mundo dejen de existir armas nucleares.
La noche que llegamos a Hiroshima, saliendo de la estación del tren, nos encontramos caminando en contra de una gigantesca marea roja. Los aficionados del equipo de baseball de la ciudad (las Carpas) salían del estadio recién terminado un partido. Como seguidora de ese deporte (herencia de mi papá y gusto compartido con mis hermanos y mi mamá), no pude evitar acercarme a una aficionada que llevaba una camiseta con el nombre Tanaka en su espalda. Hay varios jugadores japoneses que han llegado al baseball de grandes ligas, entre ellos Masahiro Tanaka, quien jugó para los Yankees de New York varias temporadas. Emocionada, me acerqué a la señora para mostrarle el pin (especie de prendedor) de los Yankees que llevo en mi morral. En mi mente (creo que solo en mi mente), era claro que, al mostrarle el pin, lo que le estaba diciendo a la señora era que yo era seguidora de los Yankees, equipo donde también había jugado Tanaka y que ahora él jugaba en las Carpas de Hiroshima. Luego de una rápida búsqueda, descubrí que, en Japón, Tanaka equivale más o menos a Jaramillo, Gómez o cualquier otro apellido común entre nosotros. De hecho, es uno de los apellidos más comunes de ese país, por lo que ese Tanaka no era el que yo pensaba. Con razón la señora solo me sonrió y se fue alejando (imagino que pensó: esta turista está como rara, mejor vámonos).
El camino de Tokyo a Kyoto en el Shinkansen (tren bala) tiene un plus: si el día está despejado, nuevamente se puede observar a Fuji-san en todo su esplendor. Antes de Tokyo, Kyoto fue la capital de Japón por algo más de un siglo, y aún hoy día conserva gran parte de la arquitectura tradicional japonesa. Si bien la estación a la que se llega, una de las más grandes del país, tiene un diseño futurista y es casi que una ciudad en sí misma (con un show de agua y luces a cierta hora de la tarde), una vez se comienzan a recorrer las diferentes zonas de la ciudad y sus numerosos templos, se puede sentir esa nostalgia del Japón imperial.
La mayoría de turistas asisten al barrio Gion, esperando encontrarse con una geisha o con una maiko (aprendiz de geisha), tal como se describen en la novela de Arthur Golden, Memorias de una Geisha (1997), llevada al cine en 2005, con música del increíble John Williams (ganadora del Oscar por mejor banda sonora). Es tal el acoso que han generado los turistas, que a lo largo del barrio se encuentran señales prohibiendo tomar fotografías en ciertas calles y casas, so pena de incurrir en cuantiosas multas.
El sistema de transporte público en Kyoto a través de los buses es muy eficiente, aunque (como en todas partes) según la hora, las frecuencias varían, por lo que uno puede quedarse un buen rato “esperando el bus, esperando el bus”, como dice la canción popular. La gente de Kyoto es extremadamente amable. En alguna ocasión, según el mapa físico de las rutas (sí, en plena era de inteligencia artificial, nos resultó mejor utilizar un mapa físico), debíamos hacer transferencia en uno de los paraderos, por lo que quisimos confirmar que fuese el paradero correcto. Preguntamos a una señora, que a su vez le preguntó a otra y entre señas y gestos, entendimos que sí era nuestro bus. Al subirnos, nuevamente indagamos con el conductor, quien también nos confirmó que íbamos en la ruta indicada. Luego de varias paradas, y a pesar de que el bus estaba a reventar, las señoras hicieron todo lo posible por llamar nuestra atención para decirnos que nos debíamos bajar ya, y el conductor nos miró por el espejo retrovisor con la misma indicación.
En Kyoto se recupera el valor invertido en los tenis ‘slip-ins’, esos que no tienen cordones y que se ponen y se quitan fácilmente, pues al ser una de las ciudades con mayor número de templos, casi todos declarados patrimonio de la humanidad por la Unesco, el ingreso se agiliza si uno puede quitarse los zapatos rápidamente y los deja en los casilleros ubicados al comienzo del recorrido. Los casilleros son abiertos, por lo que, muy propio de nuestra cultura de desconfianza, uno siempre tiene la duda si al terminar la visita, encontrará los zapatos (afortunadamente no hubo problema en este aspecto).
Recorrer Japón de una manera eficiente, no sería posible sin el Shinkansen. El tren bala. Como nota curiosa, los horarios de los trenes no están establecidos en términos de hora o media hora, quiero decir, no es a las 11:00 o a las 11:30, sino a las 11:13, 11:37 y así, a horas variadas. Su puntualidad es admirable. Con su nariz pronunciada y su figura estilizada, llega y sale suavemente de la estación. Es el único momento en el que transita despacio, pues cuando alcanza su máxima velocidad es como un suspiro, que hace que a uno se le salga un ¡Wow! A pleno pulmón (cual niño de 5 años) cuando pasa por la estación en que no tiene parada. La estación se estremece y, de pronto, uno se da cuenta de que hay una persona local que se sonríe discretamente al escuchar ese ¡Wow!
El Shinkansen tiene su propia cultura: no está permitido conversar (si se va a hablar debe hacerse casi que a manera de susurro) por lo que el silencio es la nota característica de los viajes. Los tripulantes usan guantes de tela blancos y tienen una especie de ceremonia, con códigos de señales entre quien va tripulando el tren y quien se queda en la plataforma. Al ingresar y salir de cada vagón, el personal de la tripulación hace una leve reverencia.
En Japón se pueden encontrar negocios antiquísimos, como la compañía Ochanomizu Origami Kaikan, en Tokyo, vigente por más de 170 años, donde fuimos atendidas directamente por Kazuo Kobayashi, propietario y descendiente de los fundadores, quien es a su vez el Director del Centro Internacional de Origami; un hombre afable (difícil de calcularle la edad) y quien apenas supo que éramos de Colombia, nos elaboró un anillo con una esmeralda (en origami, por supuesto), manifestándonos que junto con el café, era lo que conocía de nuestro país (lo cual nos llenó de orgullo).
En Nara, situado cerca a Kyoto y popular por albergar el templo Tōdai-ji, con su Gran Buddha (patrimonio de la Unesco), así como por los venados que caminan libres en medio de la población, encontramos una empresa de espadas y cuchillos que comenzó fabricando las espadas de los primeros samuráis de la región y que ha operado por más de 700 años. Algunas de sus creaciones son consideradas tesoro nacional del país.
Si uno se da la oportunidad de realizar el viaje con todos los sentidos, notará varias curiosidades: en los restaurantes no acostumbran suministrar servilletas, utilizan pequeñas toallas humedecidas en agua caliente; las porciones de comida son pequeñas, lo único que va en un recipiente un poco más grande es el arroz (esto puede hacer más fácil la práctica japonesa conocida como el Hara Hachi Bu, consistente en comer hasta estar un 80 % satisfecho); la gente respeta los turnos, tanto en restaurantes, como en los medios de transporte: en los primeros, con solo ubicar una pequeña tabla en la mesa, ya se entiende que la misma está ocupada y a nadie se le ocurre sentarse allí; al momento de realizar un pago, el efectivo o la tarjeta nunca lo reciben directamente con las manos, sino que se deposita en una pequeña bandeja, mientras que el recibo de compra te lo entregan con ambas manos, de manera armoniosa; para decir no o que algo está prohibido, forman una cruz con los brazos (resulta que el emoji de la muñequita que la gente envía por WhatsApp creyendo que es un abrazo, es en realidad la manera de decir prohibido o no se puede); en ciertos almacenes, cuando están próximos a cerrar, en lugar de anunciarlo por el altavoz, comienza a sonar la melodía de esa canción que usualmente cantábamos en las despedidas del año escolar: “… no es más que un hasta luego, no es más que un breve adiós….”, y de esta manera, más amable, sabes que tienes que apresurarte a pagar lo que compraste.
Quedan muchas historias por compartir y regiones por explorar, especialmente Okinawa, en el sur, caracterizada por la longevidad de sus habitantes (muchos superan los cien años de edad), fenómeno atribuido entre otros, a los sanos hábitos alimenticios, así como a la costumbre de compartir en familia y amigos casi que de manera diaria.
Esta es pues una descripción a grandes rasgos de las experiencias vividas en ese país maravilloso, tan lejano para nosotros, pero tan rico en cultura y del cual tenemos tanto por aprender. Especialmente, aprender sobre el respeto. El respeto por el otro, por su espacio y por el espacio de todos. El aseo de sus calles y sistemas de transporte: en las calles es raro encontrar canecas de basura, cada quien debe cargar con los desperdicios que genere hasta llegar a su casa. Ese respeto y acatamiento de normas, que cuando estamos por fuera las cumplimos de manera relativamente juiciosa (quizás por el temor a ser multados o inclusive encarcelados), pero que una vez nos bajamos del avión, para algunos, es como si fuera cosa de otro mundo y no de éste, en el que nos desenvolvemos cada día.
¡Arigatô Gozaimasu Japón!