Aunque parezca difícil de creer, por lo cotidiano del concepto, en el mundo no existe consenso frente a lo que se considera una ciudad, o propiamente dicho, una zona urbana. A pesar de que típicamente dicha definición contempla elementos como un determinado número de habitantes, el acceso o no a un conjunto de bienes y servicios comunes y la densidad poblacional, parecen haber tantas definiciones como naciones en el mundo. De ahí que, en Dinamarca, cualquier lugar con más de 200 habitantes se considera una zona urbana, mientras que, en Japón, solo se considera urbana una localidad con 50.000 habitantes o más.
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Lejos de ser una cuestión menor, según datos del Banco Mundial, en la actualidad, cerca del 56 % de la población mundial habita en las ciudades. Esto implica que unos 4.548 millones de personas de los 8.122 millones en total, desarrolla su vida en áreas urbanas; territorios por lo general densamente poblados en los que se produce el 80 % del PIB mundial, y en dónde se hace indispensable disponer de sofisticados sistemas políticos y de provisión de servicios públicos que permitan garantizar niveles de calidad de vida aceptables, equitativos y seguros para el mayor número de personas.
Proyecciones del mismo Banco Mundial indican que, para 2050, siete de cada diez personas vivirán en ciudades, y la población urbana se duplicará, por lo que la planificación urbanística y la mejora de condiciones de vida de los habitantes de las ciudades serán cada vez más importantes. Buena parte de estas prioridades, son recogidas por ONU Hábitat que define el derecho a la ciudad como:
“El derecho de todos los habitantes, presentes y futuros, a habitar, utilizar, ocupar, producir, transformar, gobernar y disfrutar ciudades, pueblos y asentamientos urbanos justos, inclusivos, seguros, sostenibles y democráticos”.
Esta definición moderna del derecho a la ciudad, guardando ciertas proporciones, se asemeja mucho al concepto clásico de Polis, que además de una forma espacial (edificios, caminos, plazas y otros bienes públicos), contempla la existencia de una comunidad política y social con un conjunto particular de instituciones, leyes y creencias orientadas a garantizar el buen vivir en la ciudad. La diferencia clave radica en la incorporación de principios modernos como la inclusión, la sostenibilidad y una democracia más amplia y participativa.
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Se vulnera el derecho a la ciudad, cuando parte de sus habitantes no tiene acceso a su disfrute. Ejemplos de ello son las fronteras invisibles entre barrios, la falta de movilidad social, los costos adicionales de transporte que asumen habitantes de zonas alejadas del centro de la ciudad, la discriminación por cualquier motivo, el deterioro de la gestión pública, la prestación deficiente de servicios públicos, y en general, cualquier limitante que impida disfrutar de una calidad de vida adecuada e incidir en la administración del territorio.
De otro lado, ejercemos el derecho a la ciudad cuando disfrutamos el espacio público (sin confundirlo con centros comerciales), transitamos libremente, desarrollamos nuestra actividad económica, recibimos servicios públicos de calidad, ejercemos nuestros derechos políticos sin restricciones, no somos discriminados, gozamos de seguridad, podemos acceder a educación de calidad y participamos activamente en la creación de valor público.Finalmente, si como dijo Jordi Borja (urbanista español), “la ciudad es la gente en la calle“. El derecho a la ciudad es el encuentro entre el disfrute y las posibilidades de desarrollo, con cada uno de nosotros en lo público. Más aún, el derecho a la ciudad cuando se ejerce es un deber: el compromiso ciudadano de habitar nuestro territorio de manera sostenible y participativa, procurando no solo nuestra calidad de vida, sino una mejora pública, que impacte positivamente en la calidad de vida de los demás.
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