En distintos espacios culturales que he estado, he visto lo mismo: alguna tarde varias personas se acercan indecisas y preguntan en voz baja, con notable timidez, si pueden entrar. Es una duda común: “¿Esto es para mí?” ¿Acaso sentimos temor? También lo he vivido.
Después de caminar y perderme en alguna ciudad, me encuentro ante un lugar majestuoso que parece desbordarme y viene la inevitable pregunta: “¿Puedo conocer?”. La respuesta -casi- siempre será la misma: la cultura es para todas las personas; y aunque es constante, parece vacía. Sacada de un discurso vacío de alguien vacío. ¿Por qué esta verdad dejó de parecernos cierta? La cultura es un derecho universal. Y con la cultura, el arte.
Para acercarnos a la cultura no es necesario sólo saber que ésta es un derecho que tenemos como humanos y ciudadanos, pero empecemos por aquí. Existen los derechos humanos culturales establecidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de la ONU (PIDESC). En el Artículo 15 del Pacto, se reconoce, por ejemplo, que toda persona tiene derecho a participar en la vida cultural.
En sus observaciones generales, el comité explica la trascendencia de la cultura para la dignidad humana al precisar que “refleja y configura los valores del bienestar y la vida económica, social y política de los individuos, los grupos y las comunidades”. La cultura es clave para pensar y construir un ser humano libre, despojado de temor y de miseria, y a esto alude el preámbulo de la Declaración Universal de 1948 y diversos instrumentos internacionales sobre la materia.
Sin embargo, continuamente nos seguimos preguntando si ciertos espacios son para nosotros. Para vivir la cultura, una vez tenemos las puertas abiertas -por ley- para acercarnos a ella, es necesario educarnos y ampliar la conversación en cuanto al consumo cultural. No es sencillo acercarse al arte, a la música, al cine, a la literatura o al teatro si desde pequeños no se nos ha mostrado que son escenarios naturales y seguros donde todas y todos somos bienvenidos.
Para ser una sociedad rica en consumo cultural, debemos comenzar con lo más básico: enseñarnos con generosidad, tanto a grandes como a chicos, que la cultura es una posibilidad real, y que los museos, las bibliotecas o los centros culturales tienen las puertas abiertas para todos dispuestos a enseñarnos y a acogernos.
Todas las personas, sin importar su origen, su situación económica o social, sin importar su raza, religión, sexo, pueden disfrutar y pertenecer a la cultura. Sabiendo esto, el siguiente paso que debemos dar, aunque más complejo, es más importante: amplificar este mensaje. Para que todas las personas se sientan en libertad de habitar los espacios culturales que han sido creados -desde la gestión pública o la iniciativa privada-, y para que exista menos temor, menos vergüenza y más curiosidad y arrojo, debemos hablarlo con quienes más podamos en los espacios que más podamos.
¡Somos libres de ir a bailar, a leer, a ver arte, teatro y experimentarlo con soltura! Tenemos un derecho que es un tesoro: podemos acercarnos a cualquier expresión artística que nos mueva el espíritu. Las puertas no han sido cerradas a nadie. Que se nos quite el miedo. Que esta certeza sea vasta y poderosa.