Japón (I)

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¡Konnichiwa! De esta manera, y en tono melodioso, además de una leve venia, te saludan en Japón cuando ingresas a algún sitio. Uno responde con la misma expresión, también con melodía y venia.

Japón recibió en 2023, después del cierre total por la pandemia, más de 25 millones de turistas de todo el mundo. Hace un año, por esta época, fui uno de esos turistas. Dicen que uno viaje se vive tres veces: cuando se planea, cuando se realiza y cuando se recuerda. Podría decir, entonces, que estoy viviendo ese viaje por tercera vez.

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Para llegar a Japón, y disfrutarlo al máximo, es conveniente prepararse: ver documentales sobre su historia y películas japonesas o relacionadas con dicho país. El canal NHK (el equivalente a la BBC), produce un par de series llamadas Begin Japanology y Japanology Plus, claves para ir adentrándose en ese maravilloso mundo.

El primer encuentro con la cultura nipona no puede ser más encantador: El viejo Tokyo da la bienvenida al nuevo, a través de las imágenes de Hello Kitty, que reemplaza a Maneki-neko (el gatico que mueve el brazo a manera de saludo y que se volvió popular en Colombia gracias a una compañía de revelado fotográfico); las figuras del Anime comienzan a ocupar el espacio del Ukiyo-e (forma de arte japonés). Al tomar el tren que te lleva desde el aeropuerto internacional de Narita al centro de Tokyo y estás en medio del silencio (los pasajeros en el tren no hablan), sientes que llegaste a otro universo, a otra dimensión. A la dimensión de los jardines zen, que contrastan con el progreso, con páneles de energía solar a todo lo largo de la vía férrea, donde aún la casa más sencilla tiene los techos con curvas como si fuera un templo, con jardines cuidados de manera meticulosa (casi como con manicure), que nos recuerda a Mr. Miyagi (ese personaje de las películas del Karate Kid).

Moverse en el metro de Tokyo es retador, pero con concentración y paciencia, se logra recorrer la mayor parte de la ciudad de manera exitosa y sin extraviarse. A pesar de estar todo muy automatizado, a través de máquinas dispensadoras de tiquetes y tarjetas, en la mayoría de las estaciones puedes “hablar con un humano”, tan escaso en estos días, donde todo te lo “resuelven” comunicándote con un “bot”. En cada estación hay personal que, con gran amabilidad, ayuda a los cientos de turistas que nos acercamos a preguntar la forma de llegar a nuestro destino. Si no saben hablar tu idioma, siempre tienen a la mano un traductor y te dan las indicaciones, es más, se ponen nerviosos cuando sienten que no son capaces de explicarte con claridad. No sé que tan confiable sean esos traductores, pues en la sección de venta de condimentos en una tienda, lo utilicé para ver de qué condimento se trataba y me salió “exterminador de demonios” (y no estoy inventando).

Las estaciones del metro en Tokyo son unas inmensas ciudades subterráneas, donde encuentras de todo: desde minimercado hasta tiendas de moda y restaurantes. Y si dentro de la estación se siente el acelere de las personas que van de un lado a otro para poder alcanzar su tren, al salir de ellas dicho acelere se multiplica. Es el caso del cruce de Shibuya (Shibuya Crossing), ese que sale en casi todas las fotos cuando se refieren a Tokyo y que es atravesado diariamente por miles de personas (es el más grande del mundo). Su magia no está solo en el cruce (en realidad son seis, incluidos cruces diagonales debidamente señalados); está en los edificios que lo rodean, en los avisos luminosos en 3D que te hacen sentir en una película del futuro. ¡Y en la gente, oh! La gente.

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Muchos somos turistas que atravesamos una y otra vez, cada uno de los seis cruces (visto desde arriba parece una coreografía), muchos otros son locales que diariamente tienen que esquivar a los turistas imprudentes que quieren filmar cada paso, cada aviso. De repente, a un costado de la estación, una multitud hace fila para tomarse una foto junto a la estatua de Hachikō, el perro de raza Akita que se hizo famoso por la lealtad hacia su amo, a quien esperaba cada tarde en las afueras de la estación; incluso lo siguió esperando muchos años después de que su dueño falleció de manera súbita y nunca regresó. Lo esperó hasta su propia muerte. Shibuya debió haber sido muy diferente en ese entonces (1925), pero la fascinación por Hachikō (cuya historia ha sido adaptada al cine) es algo digno de apreciar si se está en la zona.

Sin darte cuenta, va cayendo la tarde y las luces emergen con mayor brillo, el ruido y la aglomeración también aumentan y quedas envuelto en un mar de neón y sonido. Has llegado a Tokyo.

Si Tokyo representa el acelere y modernismo del futuro, el Monte Fuji es el reflejo de esa paz y serenidad que todos buscamos en algún momento de nuestras vidas.

Katsushika Hokusai o simplemente Hokusai, es quizás el artista japonés más famoso del periodo Edo (el del esplendor de la cultura japonesa). Dentro de sus obras más destacadas, hay una serie denominada “Treinta y seis vistas del Monte Fuji”, que como su nombre lo indica, está conformada por 36 obras (pinturas realizadas con estampación con bloques de madera, donde cada bloque tiene un color y una figura; que, a grandes rasgos, es lo que se conoce como la técnica Ukiyoe) en las cuales aparece el Monte Fuji, dominando el paisaje y las actividades cotidianas de los japoneses de la época. La más conocida de las 36, es “Bajo La Ola de Kanagawa”, o más breve, “La Gran Ola” (incluso en WhatsApp hay un emoji de la ola). Este contexto, solo para decir que, si Hokusai pintó treinta y seis vistas, uno fácilmente puede llegar a capturar más de cien vistas (léase fotos) de Fuji-san.

En Japón, el término san se agrega para indicar cariño o respeto hacia la persona, te pueden decir María-san, José-san, etc., y además es la forma en que se pronuncia la palabra san, que quiere decir montaña, por lo que en el caso del Monte Fuji, es común que se refieran a él como Fuji-san (en una combinación del sonido de la palabra y del sentido de respeto que se tiene hacia él, al considerarlo un monte sagrado).

Debido a las condiciones del clima, no está garantizado que siempre se pueda observar, por lo que, si el itinerario lo permite, debe dársele al menos dos oportunidades. A Fujikawaguchiko (la primera oportunidad para el anhelado encuentro), se llega tras un recorrido por campos de un verde esmeralda, desde donde Fuji-san va apareciendo tímidamente entre otras montañas más pequeñas, que forman una especie de antesala. Los ojos se quieren salir de su órbita y la mirada se concentra en absorber lo que más se pueda de ese momento. Es la primera impresión de Fuji-san, ese monte sagrado de 3.776 metros de altura, declarado patrimonio universal por la Unesco desde 2013.

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Su serenidad es contagiosa, especialmente al amanecer, cuando está menos nublado y solo hay unos cuantos pescadores saliendo a buscar el producto del día. Kawaguchiko se ha vuelto tan popular, que ante la afluencia masiva de turistas (cada vez más invasivos e imprudentes), han tenido que instalar una especie de cortina en uno de los sitios más propicios para tomar una buena foto del Monte Fuji, y así tratar de controlar un poco a los desaforados que hacen lo que sea por una selfie.

Hakone, ubicado a 89 kms. de Tokyo y recomendado por todas las guías turísticas y amigos con que nos referenciamos, fue el segundo lugar elegido para el reencuentro con Fuji-san. Tengo una amiga que dice que todo lo malo trae un regalo.

Aunque para ciertas circunstancias de la vida es difícil encontrar dicho regalo, en Hakone fue posible corroborar esa teoría. Allí las frecuencias de los buses son distanciadas (en promedio, de media a una hora), y tras perder el bus por esperarlo del lado equivocado de la vía, (en Japón los carros circulan por el lado derecho como en Inglaterra) tuvimos que tomar un cable (más grande que nuestro metro cable), que nos ofreció uno de los paisajes más espectaculares de todo el viaje: Fujisan a la derecha; en la tierra, una especie de yacimientos de azufre, con humeantes vapores verde amarillentos que contrastaban con los lagos, el verde de las montañas y el azul del cielo.

Si se quiere buscar aún más serenidad, existen en Japón algunos templos y conventos budistas, que brindan hospedaje con alimentación incluida. Tal es el caso de Koyasan. Ubicado en la cima del Monte Koya, hace parte de la ruta de peregrinación del Kumano Kodo, (una especie de Camino de Santiago para los japoneses). Si se llega con tiempo y en mi caso, previa una conversación privada con Dios (donde le expliqué que estaba allí por fines culturales; pues es mejor evitar malos entendidos), se puede presenciar alguna ceremonia o meditación propias del budismo y del sintoísmo (religión originaria de Japón). Sin pretender ser experta en religiones, ni más faltaba, lo que se puede apreciar es que compartimos muchos aspectos comunes. Tienen dioses específicos que se honran para alguna necesidad particular (para la fertilidad, para que las cosechas sean abundantes, inclusive existe una deidad para los cocineros). En alguna ocasión, pudimos presenciar una familia en una especie de ritual para bendecir su automóvil nuevo (así como los católicos hacemos bendecir las casas a las que nos mudamos y otras pertenencias).

En Koyasan (en uno de sus templos) está el jardín de rocas zen más grande que queda en Japón. Rocas gigantes, meticulosamente dispuestas sobre una superficie de arena, a la que se le hacen surcos en diferentes sentidos, propician un espacio para la observación y la contemplación. Al terminar el día, el pequeño poblado se va desocupando, y llega el momento para retirarse al respectivo hospedaje que incluye la posibilidad de experimentar una cena 100% vegetariana, donde a cada alimento corresponde un recipiente especial, todo servido casi a manera de obra de arte, de tal forma que, así no seas vegetariano, la sola presentación despierta el apetito.

Japón nos ofrece pues esos contrastes, del ritmo frenético y el modernismo de las grandes ciudades, a la calma y la serenidad de pequeñas villas a las que literalmente se llega utilizando todos los medios de transporte (tren normal, tren bala, funicular, cable, ferry y bus).

En la próxima entrega seguiré explorando ciudades llenas de historia, tradición y cultura, de la cual tenemos aún mucho por aprender.

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