Vivimos en una sociedad en la que los derechos colman las conversaciones, y los deberes apenas se mencionan. Ciudadanos enamorados de exigir al Estado, a las empresas, a las instituciones, y a la misma sociedad para que resuelvan sus problemas. Esos mismos que, cuando llega el momento de asumir responsabilidades y comprometerse con las soluciones, prefieren la comodidad de la queja que asumir su rol. Un ciclo de expectativas insatisfechas que detiene el progreso, perpetúa la dependencia e ilustra la pereza intelectual amplificando nuestra verdadera pobreza social.
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Nos encontramos en un momento de la historia en el que urge dejar de esperar que otros hagan lo que se nos asigna por naturaleza. Cambiar el país, transformar y avanzar como sociedad, implica que cada uno de nosotros asuma la responsabilidad de aquello que le compete. No podemos seguir delegando nuestra participación en el progreso únicamente en el Estado o en las empresas, esperando que, con promesas vacías, nos llenen nuestras expectativas infinitas. Hoy en día es más fácil exigir derechos que cumplir deberes, condenándonos a los avances estáticos que nos devuelven décadas.
Muchos prefieren el camino fácil: reclamar desde la comodidad, criticar sin proponer, y, sobre todo, evitar el sacrificio. Un ciclo de quejas que no soporta crítica, convirtiéndola en ataques personales, en lugar de oportunidad para mejorar. Se han vuelto más importantes los emisarios que los mismos mensajes. Emisarios que crean retóricas vagas soportadas en ideologías inertes que hipnotizan a los “derechistas” que vinieron a este mundo a ser servidos y no a servir a los demás. Hemos llegado a un punto en el que es más común quejarse de las condiciones que enfrentamos que levantarse todos los días con la intención de cambiar las mismas. La queja se ha convertido en una manifestación de nuestra sociedad y un sello de nuestra pobreza intelectual.
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La solución es tan simple que se vuelve compleja. Lo bueno es que no necesita ser resuelta por otros, simplemente requiere la determinación de cada uno. Necesitamos “deberistas”. Aquellos dispuestos a cambiar de mentalidad cuantas veces el entorno se los demande, incluso, con el riesgo de parecer inconstantes. Necesitamos, como país, más de esos humanos que parecen extraterrestres. Esos que saben que la magia no existe, pero que entienden que el resultado del trabajo es mágico. los que entienden que la siembra es voluntaria pero la cosecha es obligatoria. Aquellos que priorizan la disciplina, compromiso y la constancia. Los que no esperan disfrutar del “derecho” a una plenitud que no se han ganado. Los que no esperan milagros, a pesar de que saben que estos están siempre presentes, pero entienden que estos solo pueden ser disfrutados por quienes han tenido el valor de renunciar a la miopía de su propia ignorancia para abrir los ojos de la sabiduría y la comprensión.
Si sembramos quejas, no esperemos recoger abundancia.
Necesitamos “deberistas” decididos y arriesgados, dispuestos a sacrificar las migajas que deja la inmediatez y apostar por procesos inciertos que detonen resultados transformadores. Personas que trabajen en sí mismo, que entienden que, incluso eso, es trabajo porque requiere esmero. Personas que vean en cada desafío una oportunidad, que no teman al esfuerzo y mucho menos a lo que los “derechistas” podrían llamar fracasos.
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Este es el tipo de líderes que necesitamos: aquellos que inspiran, que motivan, que nos hacen ver más allá de la escasez y las dificultades. Un liderazgo que fomente la creación y la contribución activa, en lugar de la queja pasiva.
Necesitamos más de esos líderes que se lideran a diario ellos mismos.