Por Laura Montoya Carvajal
Jesús Abad no es floricultor. Es fotógrafo, y estudió Periodismo en la Universidad de Antioquia. Tiene la vista afinada para descubrir detalles entre las multitudes que marchan por el fin de la violencia en Colombia, y también es capaz de ver entre la densa quietud y el llanto que le siguen a una tragedia.
Un joven soldado llora: una flor. Una pequeña de ojos negros lo interroga con la mirada, al lado de las manos arrugadas de su abuela: otra flor. Una mariposa azul se posa sobre la canana y los dedos de un combatiente: la tercera del ramillete. El nombre de este grupo de individuos que señala en sus fotografías es esperanza.
Jesús ha caminado mucho para encontrarse con los pueblos y gentes que ha retratado por más de 20 años en Colombia, la mayoría de las veces en momentos de destierro, horror, protesta o retorno. Ha retratado la misma calle en San Carlos dos veces, llena de dolientes de sepelios distintos, uno de 14 personas en 1998 y otro de 17 personas en 2003. De Bojayá, Chocó, tiene imágenes de hombres con tapabocas y guantes que sacan cadáveres de una lancha, y de habitantes de este mismo lugar que huyen por el Atrato llevando un árbol de yarumo y una bandera blanca para que no los ataquen. También ha registrado la destrucción de bosques y ríos y el juego de los niños en los campamentos de desplazados.
El periodista selecciona entre su amplio archivo de fotografías las que presenta en charlas, medios de comunicación, exposiciones y su más reciente libro Mirar de la vida profunda, guiado por una línea que va del corazón al ojo: “La obra de arte es la vida misma de la gente”, asegura, cuando se refiere a su carrera artística.
Durante 9 años, desde 1992 hasta 2001, su trabajo como reportero gráfico en un periódico local lo llevó a documentar día a día el devenir del conflicto armado interno. “Sería muy difícil reconstruir los hechos si no fuera por el trabajo que hicimos muchos periodistas de distintos medios para contar lo que pasó, tratándonos de acercar a esa verdad desde las víctimas y no desde los poderes o los victimarios”.
Curioso y asombrado de la humanidad, el periodista cuenta las historias de los campesinos, los indígenas, los civiles que la guerra del país pone en medio: “Tengo la capacidad de ver la esperanza en los rostros de niños y niñas que están creciendo”, menciona. “También la veo en esa resistencia, fortaleza y dignidad de los campesinos que en algún momento les tocó recoger muertos, pero vuelven a sembrar. Ellos tienen sabiduría y conocimiento: todo ese saber que en muchas ocasiones menospreciamos”.
Aun parado frente a la destrucción de pueblos y la masacre de sus habitantes, como las que registró en el Urabá antioqueño, en Peque y Granada, le conmueven la resignación y la fuerza del sobreviviente que es víctima. En Vigía del Fuerte, dejó la cámara a un lado para ayudar a cargar el cuerpo de Ubertina, una mujer que había quedado herida por los combates entre las Farc y el Ejército y falleció mientras su esposo Aniceto la llevaba por el Río Atrato. Colorado cree que hay tantas formas de trabajar como formas de ver, y es esencial la forma de llegar y estar en las comunidades. “Usted no tiene que llorar para que la gente le crea que le duele lo que les pasa. Ellos entienden cuando se respeta y valora su dignidad”. Esta cercanía la establece compartiendo un arroz y una palabra o atendiendo en silencio una búsqueda o un funeral.
Por otra parte, está el rostro de los combatientes, en muchas ocasiones infantiles. No los comandantes, facilitadores o impulsadores del conflicto armado: en cambio, un padre levantando a un bebé, descuidando su arma, una niña vestida de camuflado que cuida un camino, y las oraciones, marcas, camándulas, tatuajes y consignas en la ropa de los guerrilleros, paramilitares y soldados del Ejército. “Yo no veo la maldad en un muchacho con armas. Si yo me dedicara a buscar el lado más perverso al tomar fotografías, estaría mostrando al otro como el mal, y el mal está es dentro de la sociedad”.
Por eso la juventud del soldado Miguel Arturo Valencia llorando la muerte de su hermana de 13 años como retaliación por su entrada al Ejército en Apartadó también es un punto brillante de la fotografía a blanco y negro que lo capturó. Los símbolos llenan las imágenes de Colorado, que captura el momento en que una niña hojea un cuaderno sobre las ruinas de una escuela o a un hombre armado empujando con su fusil el carrito donde está un bebé sentado. Su idea no es generar odio, sino reflexión. “Yo no me imagino una fotografía del dolor de una familia o un hecho de sangre sacado a color. Me parece que el color en este tipo de situaciones banaliza”, explica el fotógrafo, señalando las páginas de su libro. Su testimonio gráfico del huir con lo que se pueda, del llorar y el marchar sucede en el mundo de los grises, más parecido al recuerdo y la memoria según él mismo describe.
El resto de fotografías, el registro plano de lo sucedido, se quedará guardado hasta que alguien las necesite para dimensionar la barbarie: “Para que entendamos qué fue lo qué pasó y hasta qué grado lo llevamos”.
“Hubo momentos muy duros y de muchas lágrimas. Todavía los hay, pero nunca he renunciado a fotografiar. Eso sí, a veces me he quedado dos o tres meses sin hacer fotografía después de trabajos difíciles porque obviamente uno tiene el alma herida”. El periodista le debe al afecto de su esposa, sus dos hijos, sus padres, hermanos y a sus amigos la capacidad de seguir saliendo a ver.
“Se sacrifica mucho de la vida, de la tranquilidad y de la alegría. Yo me perdí muchos momentos del crecimiento de mis hijos (ahora universitarios) por estar en la tarea de salir a trabajar y acompañar a comunidades”, admite el reportero.
Hoy, Jesús Abad Colorado trabaja como fotógrafo independiente, hace charlas en Colombia y otros países y a principios del año pasado lanzó Mirar de la vida profunda, una recopilación de fotografías que, quiere él, le ayuden a los colombianos a “mirarse en el espejo roto de la guerra”, del que todos hacen parte. “Yo confío en las nuevas generaciones”, apunta, comentando que de ellos recibe cartas y correos después de sus charlas agradeciéndole porque no les habían contado la otra historia del país. Jesús resalta la tarea educativa de los jesuitas y las hermanas salesianas, entre otros, por la enseñanza para él clave que le han impartido a los jóvenes: “Lo que hemos vivido no se puede repetir y la responsabilidad de lo que ha pasado no es solamente de unos señores que tienen armas sino también de los que han gobernado y de la sociedad en general”.
Siempre intuida o evidente, la presencia de la naturaleza representada en la profunda geografía, en las aves y en los animales acompañan al hombre o a la mujer retratados por él. Parte del trabajo que Jesús Abad construye en la actualidad muestra cómo “la naturaleza da el ejemplo de renacer”, al mostrar a la vegetación apropiada de los lugares abandonados, y retrata los cielos estrellados del campo sobre las casas, comandos y escuelas vacías por la guerra. “Estas fotografías están al final de mi trabajo porque, ¿qué quiere recuperar un campesino? La tranquilidad en su huerta y el sueño plácido de la noche sin el terror de sentir unos pasos acercarse a su casa”.
Su idea de futuro es la misma: después de ver sin parar la barbarie, la fuerza y el amor, Jesús Abad quiere recuperar la tranquilidad, pero quiere obtenerla al seguir caminando para conocer las etnias indígenas y las culturas campesinas que aun no registra. Primero, eso sí, espera que los grupos armados terminen a través de un proceso de paz. “Yo creo que ahí, cuando termine esa negociación, no solamente por los dolores del cuerpo sino por los dolores del alma tengo que dedicarme a caminar este país. Quiero poder acompañar a un pescador en su faena o a un recolector de café. Esas fotografías me llenan la vida… y ojalá que las pueda hacer muy pronto. Serían mi felicidad”.