Consciente de que comienzo este ejercicio de escritura con un sesgo ideológico de creer profunda e irremediablemente en la cultura, voy a ocupar este espacio como si fuera un bloc de notas que no pretende ser otra cosa que compartir pensamientos, dudas, exploraciones, anécdotas, encuentros alrededor del arte, la cultura y la belleza.
Creo en el arte como si fuera el último salvavidas del Titanic. Me he aferrado durante los momentos más difíciles de mi historia al cine, al teatro y a la música. Mis refugios más honestos y cálidos han sido museos y bibliotecas. Me he rendido y entregado por completo a la lectura cuando no encuentro claridades ni caminos por dónde seguir. El arte, puedo decirlo sin titubear, me ha salvado la vida; no una, sino varias veces. Por esto, a toda persona que me pidiera una recomendación para paliar algún dolor, le recetaría, como si fuera la médica más versada, que visite sin afán una exposición o se resguarde una tarde entera en una librería.
Por mi historia, sé bien que el arte sana, salva, y no podría hablar desde otro lugar que no fuera mi propia existencia. Los espacios culturales, escasos en las ciudades que habitamos, son lugares de curación. Lugares que están abiertos con una conciencia, una vocación y un espíritu público; dispuestos para el encuentro, la reflexión y la conversación. Estos espacios actúan como templos; por ello, el Derecho Internacional Humanitario (DIH), los protege y los exime de ser blancos de ataques, pues los bienes y espacios culturales son, ante todo, territorios de paz.
¿Qué pasa, entonces, con las sociedades que no encuentran fácilmente espacios dónde suavizar sus penas, dónde descongestionar su mente o recuperarse de dolores? ¿Dónde se busca el alivio? ¿Dónde se encuentra la paz?
Existen pocos espacios que tienen esta visión y sentido sanador, así que las poquísimas opciones deberíamos cuidarlas como tesoros. ¿Qué tan conscientes somos de esto? Las sociedades más avanzadas cobijan sus espacios artísticos y culturales con esmero, reconociendo que éstos son epicentros de creatividad, educación, democracia y libertad.
¿Qué nos espera cuando no encontramos territorios imparciales, libres de vicios, donde encontrarnos con las ideas de otros para ponderar, conversar, contrastar? Cuando los suelos que pisamos no son suelos de paz, estamos condenados a vivir en aridez, en furia y en dureza. La última encuesta del DANE sobre consumo cultural muestra unas cifras bastante bajas que desalientan.
Este es apenas un pensamiento que tengo a menudo: podríamos rodear mejor las librerías que tenemos cerca, visitar más los museos, las galerías, las bibliotecas, los cines y los teatros. Si comprendemos que estos son espacios que han nacido con un propósito de paz, dejaremos de ignorarlos y de consolidar entornos de crueldad y violencia. Si aprendemos a habitar la cultura y que ésta, a su vez, nos habite a nosotros, podremos pensar en una sociedad aliviada, armoniosa y suavizada.