Siempre he creído que el humor es un espejo de la vida. Me resulta casi imposible no encontrar el lado gracioso de las cosas, y más aún, no compartirlo. Para mí, el humor es una forma de romper el hielo, de crear confianza, de hacerme vulnerable y confrontar lo que me resulta incómodo.
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El humor, en su esencia, ha sido siempre un reflejo de la realidad, una forma de confrontar y hacer frente a las absurdidades de la vida. Nos reímos de lo que nos incomoda, de lo que nos asusta, y lo que nos gusta.
Como todo en la vida, el humor también ha evolucionado, al igual que la noción colectiva de lo que es correcto, incorrecto o “correctamente incorrecto”. Sin embargo, en los últimos años, siento que hemos adquirido como sociedad una sensibilidad extrema que cohíbe la esencia del humor. Esto ha dado lugar a la cultura de la cancelación, un fenómeno donde las personas son castigadas o excluidas socialmente por expresar opiniones o hacer chistes que no se alinean con lo “correcto.” Esta sensibilización colectiva proviene de un lugar que en esencia tiene un propósito superior: la conciencia sobre las injusticias sociales y raciales, conocido también como la cultura woke.
Sin embargo, en nuestro intento de rectificar las desigualdades y sensibilidades históricas, siento que hemos generado la percepción de que burlarnos de nuestra realidad no es una virtud sino un defecto. Esto ha derivado que ahora lo correcto es que las voces de unos (de tantos) se deban convertir en la norma. En lugar de generar una plataforma de equidad, ha creado una nueva forma de presión social hacia aquellos que piensan diferente. Como le escuché a un personaje hace unos días, siento que pasamos de la tiranía de las mayorías, a la tiranía de las minorías. Charles Chaplin dijo: “Para reír de verdad, debes ser capaz de soportar el dolor y jugar con él”. El humor, en su forma más auténtica, nos invita a confrontar la realidad desde todos los ángulos, sin imponer una visión única.
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Se podría argumentar que esta transformación es un signo de progreso social; después de todo, un humor que perpetúa estereotipos o que margina a ciertos grupos no tiene cabida en una sociedad que se esfuerza por ser más inclusiva y justa. Pero la ironía reside en que, al exagerar el sentirse ofendido, corremos el riesgo de diluir el poder del humor para abordar lo políticamente incorrecto.
Esta autocensura puede llevar a un humor sin sentido, uno que no desafía ni nos permite cuestionarnos o reflexionar. La exageración en la sensibilidad también puede ser vista como una negación de la imperfección humana. Todos somos propensos a cometer errores, y el humor a menudo es una forma de lidiar con esos errores, de reconocer nuestra falibilidad y de reconciliarnos con nuestras contradicciones. Sin la posibilidad de burlarnos de nuestras propias debilidades, corremos el riesgo de caer en una rigidez moral que no permite espacio para la risa o el alivio.
Entonces, ¿hemos perdido el sentido del humor?
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Somos lo que decimos, pero también lo que no permitimos que nos afecte. El humor, usado como una vía para protestar, para contrarrestar, para dar perspectiva, siempre deberá primar. Como dijo George Orwell:
“Cada broma es una pequeña revolución”.