Será solo una, entre las muchas piedras que hay arrumadas al borde del lago, en la entrada de la casa, al lado del bosque o cerca al taller, la que hoy le llame la atención a Hugo Zapata y lo invite a una iniciación, con fuego y cincel, gracias a la cual dejará de ser solo una piedra más para convertirse en una escultura. “Hoy te tocó, querida” -le dice el maestro a la piedra. Ella le sugiere cosas, le pide algo. “Y yo -dice- solo la abro, la cubro por encima y ya me apego a ella hasta que la termino”.
Esta escena se repite cotidianamente en esta casa taller, en una de las montañas de El Retiro, construida ya hace cincuenta años con la ayuda de su amigo, el arquitecto y pintor Jorge Gómez, y enclavada dentro de un bosque que apareció luego de que Zapata talara un bosque de pinos y dejara surgir, libres y silvestres, las semillas que reposaban en ese suelo fértil.
Como todo lo virtuoso, este parece un lenguaje sencillo, pero tiene detrás – o más bien debajo – una historia que se remonta a la infancia cuando de niño coleccionaba piedras pulidas por “el trajín del río”, en los paseos con su familia a Puerto Berrío.
Cuenta que en la adolescencia se hizo primero yogui y luego comunista. Sin embargo, las identidades no siempre se reemplazan sino que se superponen. De ese yogui todavía queda mucho a sus 78 años en su hablar pausado y en su arte meditativo.
No duraría mucho en este camino. Lo supo el día que quiso conservar la piedra que tiraba en una protesta contra la policía por lo linda que le pareció y así intuyó que su espíritu era más constructivo que destructor.
Y lo supo también otro día en el cual se dio cuenta que tanta fiesta con sus amigos del Instituto de Artes no iba a conducirlo a ninguna parte. Por eso decidió trasladarse a arquitectura, donde lo esperaban “la tridimensionalidad y todos los elementos del lenguaje plástico como el sol, el viento, las terrazas y la tierra” .
La tierra y las piedras seguían atrayéndolo con la fuerza de un imán. Por eso, mientras estudiaba y era profesor, se iba los sábados y los domingos al laboratorio de Geología para examinarlas. Pero no sería hasta después de un viaje a Bahía Solano, que haría su primera escultura con esa piedra iluminada por una vela que Adriano, brujito en esa playa, le entregó diciéndole: “Huguito, Huguito, te encontré un santico”. La suerte se correspondió con ese santico que lo iluminó por dentro cuando ganó el concurso internacional para hacer la obra artística en el aeropuerto José María Córdova con una propuesta de pórticos enormes.
Esos dibujos contra el cielo, también le abrieron una puerta colorida en su vida porque, tras cruzarla, se dedicó decididamente a vivir y trabajar entre las piedras.
Las buscaba donde fuera y de todos los tipos hasta que encontró, en Pacho, Cundinamarca, a la Lutita, una roca negra sedimentaria con la que dice que se casó y con quien construiría una relación e inventaría su lenguaje poético al que con los años le sumaría el vidrio, las resinas, el hierro y el agua.
Desde entonces y por treinta años alternaría la escultura con la docencia en la carrera de Artes Plásticas de la Universidad Nacional, fundada por él y por un grupo de amigos artistas, como respuesta, en la década de los 70, a la corriente de arte contemporáneo que llegó a la ciudad gracias a las bienales, y que le abrieron el camino a nuevas expresiones en el arte.
Desde el Taller Central, que él dirigía, solo le pedía a sus estudiantes lo que en él ardía por dentro: la pasión. “Enamórense de algo -les decía-. De lo que quieran: de la novia, de la vaca, del paisaje y sobre eso hacen una investigación”.
Es mucho lo que a hoy se ha escrito sobre su vida y obra; ya alcanzó el reconocimiento de sus mentores de juventud: Carlos Rojas, Edgar Negret, Ramírez Villamizar y Manuel Hernández. Pero vale decir algo más: que su espíritu siguió la ruta del bosque en el que hoy habita, que taló con otros el arte que ya estaba caduco y que dejó surgir del suelo fértil que ha sido, generaciones de artistas, amistades entrañables y también tótems, cantos a la tierra, testigos en piedra y serigrafías, homenajes todos a la naturaleza con la que sigue comunicándose.
Hoy camina lento en ese espacio, espejo de sí mismo, entre esculturas y árboles; lo acompañan el recuerdo de Diana, su mujer que ya no está, y los muchachos del taller que han aprendido a hablar su lenguaje.
Cantan los pájaros y las soledades se le aproximan. Suena aún, en actividad constante, esa banda hecha de diamantes que creó allí mismo para cortar las piedras en su taller y sigue ahí, intacta, su pasión, esa que de tanto pulir le ha dado el nombre con el que hasta sus hermanos, cómplices de siempre, también lo reconocen: el de maestro.
EN SU TALLER
En este taller, con más de cincuenta años, Hugo Zapata y su equipo ha ingeniado máquinas especializadas para producir sus esculturas, como la banda que corta las piedras de gran formato. Basta que el maestro haga trazos imaginarios con los dedos sobre una piedra, para que los muchachos que hacen parte de su taller -hace ya más de veinte años- comprendan muy bien la escultura que está bien perfilada en su cabeza y algunos bocetos del papel.
Luego ellos la cortan y la pulen hasta materializarla como una obra de arte.
- *Escritora, directora de la Corporación Piñón de Oreja.