Durante décadas, el mundo de los negocios ha estado permeado por una mentalidad militar. Por lo que no es casualidad que gran parte del lenguaje empresarial provenga de un léxico bélico: estrategia, táctica, objetivos, headquarters, campañas y la conquista de nuevos mercados.
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Esta herencia, consolidada en la segunda mitad del siglo XX, y moldeada por obras como El arte de la guerra, de Sun Tzu, las teorías de Frederick Taylor, las líneas de producción popularizadas por Henry Ford y los enfoques de académicos como Michael Porter, nos ha condicionado a percibir el mercado y el mundo de los negocios como un campo de batalla.
Y, aunque dicha mentalidad fue necesaria para el progreso económico, hoy entendemos que la realidad es diferente y mucho más amplia, pues cuando un competidor:
- Educa a nuestros consumidores frente a las necesidades que ambos resolvemos, está ampliando la atención del mercado hacía nuestros productos. Los de ellos, y los nuestros.
- Entrega un mejor servicio, se convierte en un referente, que no solo se beneficia a sí mismo, sino que eleva el estándar para toda la industria.
- Introduce una nueva tecnología, desafía a todos a adaptarse y evolucionar, impulsando el desarrollo y el crecimiento del sector.
- Establece prácticas más sostenibles, motiva a otros a adoptar enfoques más responsables y beneficiosos para el medio ambiente.
- Alcanza nuevos mercados, abre caminos, facilitando la expansión conjunta y el descubrimiento de nuevas oportunidades.
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En el siglo XXI, hemos heredado la terminología, pero estamos cambiando la mentalidad de cómo entendemos e interactuamos con quienes llamamos competencia.
En 2006, se creó el movimiento de las empresas B, bajo el lema: “No queremos ser las mejores del mundo, sino las mejores para el mundo”. Y en 2013 se popularizó el concepto de “capitalismo consciente”, una filosofía empresarial creada por John Mackey, cofundador y CEO de Whole Foods Market, que invita a reconocer que las empresas tienen una responsabilidad que va mucho más allá de sus balances financieros.
Y es que la colaboración, más que la competencia, es el verdadero motor de la innovación y el progreso. Cuando las empresas comparten conocimientos, recursos y visiones, son capaces de abordar desafíos que ninguna podría enfrentar sola.
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En este “nuevo” paradigma -y pongo las comillas pues no hay que desconocer que muchas empresas como Patagonia 1973), Whole Foods (1980) o Natura (1969), ya venía con esta filosofía mucho antes de que los conceptos mencionados se popularizaran- el éxito no se mide por cuánto superamos a nuestros competidores, sino por cuánto valor somos capaces de crear juntos. Las empresas más visionarias entienden que su verdadera competencia no son otras empresas, sino los grandes problemas de nuestro tiempo: el cambio climático, la desigualdad, la falta de acceso a la educación y la salud.
Como le escuché hace unas semanas a Guillermo González: “Debemos competir menos y compartir más”. Esta frase resume perfectamente el cambio de mentalidad que se está viviendo, pero necesitamos seguir trabajando para consolidarla de una vez por todas en el mundo empresarial.
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Es hora de que todos: colaboradores, emprendedores, empresarios e inversionistas, adoptemos esta mentalidad en donde el éxito se mide no solo en términos financieros, sino en el impacto positivo que generamos en nuestro entorno. Una en la que veamos a otras empresas no como enemigos a vencer, sino como potenciales aliados con quienes crear valor compartido.
Menos competir, más compartir. Ese es el camino hacia un capitalismo más consciente, más humano y, en última instancia, más exitoso. Es hora de que las empresas no solo busquen ser las mejores del mundo, sino las mejores para el mundo. En este nuevo paradigma, todos ganamos.