Si bien, desde nuestra perspectiva podemos descubrir sentidos profundos en esas obras antiguas, a las gentes que las habían encargado les bastaba, en general, su carácter decorativo. Eran formas de arte que buscaban agradar o, por lo menos, establecer una relación con el observador en la cual predominaba la sensibilidad. Todavía en el siglo 18 hubo teóricos que juzgaban de forma negativa cualquier pintura o escultura que obligara al público a un esfuerzo de reflexión. Jacques Lipchitz (Lituania 1891 – Italia 1973) puede representar el punto de vista de un arte más reciente que, al contrario del de siglos anteriores, busca fundamentalmente desencadenar en nosotros el pensamiento reflexivo, más que detenerse en las meras resonancias sensibles. Ahora estamos en el contexto de un arte que da mucho qué pensar, y no tanto qué sentir. “Agar en el desierto”, de Jacques Lipchitz, es una escultura en bronce, de 75 centímetros de altura por 70 de ancho y 45 de profundidad, fechada en 1949 y hoy en la colección internacional del Museo de Antioquia. Quizá sea fácil reconocer que, al simple golpe de vista, la obra no le gusta a la mayoría de las personas. A pesar del título, que obviamente hace referencia al relato del destierro de Agar con su hijo Ismael tras el rechazo de Abraham y al momento en que madre e hijo están a punto de sucumbir por falta de agua y reciben la ayuda de Dios, aquí no podemos distinguir nada muy preciso. Más que figuras, encontramos fragmentos extrañamente vinculados entre sí, que crean una imagen desconcertante que nos obliga a pensar. El escultor, de origen judío, había debido refugiarse en Nueva York para escapar de la persecución nazi. Tras el final de la guerra, Lipchitz intuye en el relato bíblico del destierro de Agar la imagen de la inminencia de la muerte y la presencia simultánea de la vida recuperada y abierta al futuro. Lo que Jacques Lipchitz ha hecho es decomponer las formas de la madre y el hijo para luego recomponerlas en una estructura que acentúa los rasgos expresivos del conjunto. Aquí no se crea una belleza aparente sino que se manifiesta una realidad más profunda que solo puede descubrirse a través de la reflexión. Pero, por supuesto, son las formas violentamente reestructuradas las que inducen ese proceso de pensamiento que, en definitiva, las ubica en un contexto de comprensión y sentido.
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