“La cárcel”, de 1968, es un grabado realizado por Aníbal Gil (Medellín, 1932) en la técnica del aguafuerte. La obra produce, de entrada, una impresión de monumentalidad que se hace todavía más evidente cuando no la enfrentamos de manera directa sino a través de una reproducción. Parece enorme pero, en realidad, mide solo 54 por 71 centímetros. El impacto se logra por el desarrollo del trabajo a partir de un total de 130 pequeños cuadrados organizados en retícula que, de manera fragmentada y sin proporción aparente, reúnen en primer plano unos rostros, o los detalles de ellos, que enfrentan directamente nuestra mirada. Más que mirarlos, son ellos los que nos miran. El tema de la cárcel se plantea desde la estructura formal del grabado. Es evidente que tendemos a considerar esta obra como si un amplio número de personas nos mirara a través de las rejas de una prisión. Pero la realidad de la obra de arte es más rica y compleja; por eso, aquí no solo miramos un grabado sino que logramos aproximarnos al mundo. El arte no se reduce a una imitación de lo que nos rodea, como durante mucho tiempo buscaron los artistas y creyeron los filósofos. Más allá de una copia de las apariencias, que con frecuencia ni siquiera entran dentro de sus intereses, el artista busca lograr una lectura interpretativa de un aspecto de la realidad. Y esta preocupación es aquí muy clara. Por ejemplo, es casi imposible determinar cuántas figuras están representadas en los recuadros y está descartado cualquier intento de ver el conjunto como una escena única. En este sentido, “La cárcel”, de Aníbal Gil, quiere ante todo ser una reflexión –y provocarla en nosotros–, una reflexión que supera el nivel de la presentación simple y directa de unos acontecimientos o circunstancias. A través de los recursos de la imagen que crea, este grabado nos introduce en la tragedia de la pérdida de la libertad de personas que pueden ser detenidos, confinados o secuestrados, dejando al margen las referencias anecdóticas a su prisión. Seguramente, esa es la fuente de su actualidad y pertinencia. Ni la fragmentación ni la ausencia de una proporción única son recursos casuales. Lo que aquí existe es el caos de una especie de campo de concentración que mina sistemáticamente la humanidad de los sujetos. Pero, habiendo llegado al fondo del dolor, ya no hay gestos desesperados. En medio de la tragedia, estos secuestrados o prisioneros se aferran a lo único que todavía les posibilita reconocerse como seres humanos, la mirada, que crea los vínculos primeros de la sociedad. Nos miran directamente a los ojos, es decir, establecen una relación con nosotros, para poder seguir reconociéndose como hombres. Pero también nuestra humanidad depende de reconocer y enfrentar esta tragedia.
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