A pesar de la clara necesidad de cambio de los modelos educativos, muchas instituciones se resisten a abandonar sus enfoques prusianos y anticuados.
En una era llena de incertidumbre y avances tecnológicos exponenciales, es inevitable no preguntarse: ¿Qué tan vigente puede ser un plan de estudio estructurado hoy, con asignaturas que serán cursadas en 4 o 5 años? ¿Qué tan capacitados están los docentes para enfrentar estos cambios y entender lo que demandan las nuevas generaciones y las mismas empresas? ¿Cómo va a transformarse el sector educativo que lleva siglos acostumbrado a evaluar desde la memorización y no desde el análisis? Los desafíos que enfrentará la humanidad en los próximos años exigen una revisión profunda de los métodos y modelos educativos tradicionales centrados en la memoria y la obediencia, características que fueron útiles en sociedades industriales, pero que resultan insuficientes en el contexto actual. La revolución tecnológica y los cambios sociales requieren habilidades diferentes: pensamiento crítico, creatividad, resolución de problemas y capacidad de adaptación.
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Para entender la magnitud del desafío, es crucial analizar algunos datos. Según la Unesco, más de 265 millones de niños en todo el mundo no tienen acceso a la educación, y aquellos que sí tienen acceso frecuentemente reciben una educación de baja calidad que no los prepara adecuadamente para el futuro. Además, un informe de la OCDE muestra que un gran porcentaje de estudiantes no adquiere las competencias básicas necesarias para prosperar en el siglo XXI. Estos datos subrayan la urgencia que tiene el sistema educativo de desaprender.
La transformación educativa no solo debe centrarse en la incorporación de nuevas tecnologías en el aula. Si bien estas son herramientas valiosas, no es nada distinto a una digitalización y no a una transformación. Más importante aún es la necesidad de un cambio de paradigma en la enseñanza y el aprendizaje. Los maestros deben volver a ser educadores, a convertirse en facilitadores del conocimiento incentivando a los estudiantes a explorar, cuestionar y descubrir, pero por encima de todo, a generar entornos donde se valoren la innovación, la colaboración, y cada vez más, la conversación.
De otro lado, está la necesidad de inculcar una ética sólida en nuestros futuros líderes. La corrupción, la desigualdad y los desafíos ambientales exigen líderes que no solo sean competentes, sino también moralmente responsables. La educación debe centrarse en la formación exhaustiva del individuo, promoviendo valores como la integridad, la justicia y el respeto por los demás.
Este proceso de transformación, el cual no solo compete a colegios y universidades, sino a las empresas y el sector público, necesita acelerarse y poner en marcha acciones más allá de las reuniones. Las empresas deberán reevaluar sus modelos y darse el permiso de contratar por competencias y conocimiento más allá de los títulos. A su vez, el gobierno deberá flexibilizar sus políticas (como pasa en todas las industrias) para que la educación realmente pueda ser otra.
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Las elecciones que hagamos hoy determinarán el país y el mundo en el que vivirán las próximas generaciones. Las barreras son numerosas, desde la resistencia institucional hasta la falta de recursos y capacitación adecuada para los docentes. No obstante, el futuro de nuestra sociedad depende de nuestra capacidad para derribar viejos paradigmas.
La educación tiene el poder de moldear el futuro, y es nuestra responsabilidad asegurar que ese futuro sea brillante y equitativo. El llamado a la acción es claro: es hora de repensar, rediseñar y reeducar a la educación.