Demostrar seguridad en uno mismo siempre será visto con admiración por parte de nuestros interlocutores; y despertar esa emoción en otros nutre al ego, que tanto disfruta mantenerse bien alimentado. Es por eso por lo que no resulta fácil abandonar ese gusto por la suficiencia y plantarnos de cara a lo inseguro, de frente a la duda.
Sería ingenuo apartarse siempre de esa convicción profunda de que la propia mirada constituye lo más cercano a lo cierto, a lo verdadero, a lo legítimo, porque las decisiones se toman a partir de esas convicciones, interpretaciones, entendimientos. Lo inteligente está en saber distinguir en cuáles casos vale la pena disponerse a la duda, a la sospecha de lo propio, para encontrar fuentes imprevistas de sabio conocimiento.
Cuando en pleno calor de una discusión ensayamos el silenciarnos un poco, aquietarnos y permitirnos la pregunta “¿y qué tal si el equivocado soy yo?”, estamos abriendo una maravillosa oportunidad para que el otro exponga sus razones, motivos y argumentos, sin el ruido de nuestras interrupciones y con el silencio propio de la escucha activa que suspende todo juicio mientras concentra toda la atención en lo que oye. Sólo después de ese ejercicio será legitimo considerar si hay convencimiento o no, cuando se pruebe la validez de los recursos dialécticos y retóricos. Vital que todo se aparte de cualquier juego manipulador que deslegitime los argumentos.
Este es uno de esos raros casos en los que se ve recompensada nuestra duda, nuestro temor a estar equivocados y de esa manera ejercitar el control de juicios apresurados y prejuicios inconscientes y naturalizados.
Cuando queremos saber de convivencia y de noviolencia en la vida cotidiana, el asunto es tan sencillo como aplicar ideas simples como esta de la sospecha o duda acerca de lo propio. Es ahí donde la conversación se ofrece como maravillosa estrategia de resolución de desencuentros y construcción de acuerdos. Ese arte de la convivencia se aprende con entrenamiento, con juego de ensayo-error, con la escucha activa, con darle la voz y la atención al otro. Aquí el monólogo no aplica porque nos vuelve sordos al estar imbuidos en nuestros propios pensamientos, y de ahí la urgencia del diálogo franco y sincero que abre nuevas perspectivas al pensamiento y a la reflexión, para crecer en sabiduría compartida y no caer en el abismo de invisibilizar a los otros, de sentir torpe y arrogantemente que somos el ombligo del universo, el p… de Aguadas.
Entrenar la escucha y no solo el habla ayuda a mejorar las funciones de entender, analizar, comparar, proponer, decidir, propias del pensamiento racional, emocional y creativo. Ese conjunto va a mejorar de manera significativa la inteligencia relacional y el sano entendimiento social. Es el resultado de un sentido de igualdad y equivalencia donde tratamos a los demás de la misma manera que queremos ser tratados.
Aceptar al otro como interlocutor válido equivale a respetar su derecho a tener voz y voto en la discusión, porque ya sabemos que lo contrario de una verdad puede ser otra verdad, cuando lo que está en confrontación tiene que ver con opiniones, interpretaciones, impresiones, juicios o valoraciones. En esos terrenos no podemos hablar de verdades absolutas porque están mediadas por nuestro modo de ver, entender y comprender el mundo, a su vez construido por juegos de variables como edad, raza, religión, cultura, escolaridad, sexo, personalidad, carácter, temperamento, tipo de experiencias.
Estamos hablando de esa especie de huella digital distintiva que hace a cada ser humano único e irrepetible y a la vez imperfecto e incompleto, que busca incesantemente mejorarse a partir de las constantes relaciones con personas muy parecidas, algo parecidas o completamente diferentes.