Cuando en 1978 se crea el Museo de Arte Moderno de Medellín, abierto al público en 1980, ninguno de los fundadores podía imaginar que esa institución llegaría a albergar algunas de las más importantes colecciones del arte colombiano. Porque, en efecto, el MAMM tuvo unos orígenes peculiares.
La mayoría de los museos de todo tipo nacen a partir de una colección de objetos o de obras, reunida por instituciones o por individuos con intereses particulares, que crece hasta que su mismo desarrollo plantea la conveniencia de que ese patrimonio cultural se organice adecuadamente y se abra al conocimiento general de los ciudadanos.
Pero el MAMM no surgió alrededor de una colección previa sino, más bien, impulsado por una idea: la creación de un espacio abierto a la discusión de los procesos del arte contemporáneo, vinculado con la ciudad y con los problemas de lo público, en estrecha relación con los movimientos nacionales e internacionales, sin rechazar el pasado artístico, pero con la conciencia clara de que era urgente una nueva interpretación de la historia del arte colombiano. No obstante, de manera un tanto informal, la misma actividad del Museo permitió ir configurando, poco a poco, una colección propia.
Sin embargo, en 1987 se produce un hecho clave cuando Débora Arango decidió donar al MAMM un conjunto de 233 obras que constituían la mayor parte de la producción de su vida. La donación fue antecedida, entre otras cosas, por una gran exposición retrospectiva suya que en 1984 realizó el Museo, con la curaduría de Alberto Sierra: una muestra que, después de cuatro décadas de ostracismo, puso a Débora Arango en el centro de la historia social, cultural y artística del país, con un impacto trascendental. A partir de entonces, la historia del arte en Colombia y la historia social del país serían muy diferentes a las de los años anteriores.
Patrimonio, una acuarela de 1944, permite darse cuenta de la manera directa como Débora Arango se enfrenta a los problemas y contextos sociales que, entonces, los artistas y la sociedad bien pensante no estaban interesados en ver. Las obras de este período son el resultado de las aproximaciones casi clandestinas de la artista a los personajes, espacios y ambientes marginales silenciados por la cultura oficial.
Puede resultar difícil descubrir de manera precisa el tema que se nos presenta; quizá el patrimonio de estos dos muchachos, todavía protegidos por su madre, se reducen a una jarra y un tazón que, por sí mismos, sin contenido alguno, no serán la solución a ninguno de los problemas que los aquejan. Pero lo que sí es claro es la fuerza expresiva de las figuras, alejadas de toda idealización, que, con su brutalidad y deformación, nos hablan de los dramas y de la lucha brutal por la supervivencia cotidiana.
Los personajes se acumulan; aunque se encuentran ubicados en varios planos sucesivos, es obvio que no existe espacio entre ellos; todos parecen empujarse intentando llegar hasta el mismo espacio físico del papel en el cual se crea la pintura. Ya no existe aquí la idea de una perspectiva que genera una ilusión abstracta de profundidad, sino que, más bien, el observador tiene la sensación de que estos personajes están a punto de invadir su espacio real.
Por lo demás, Débora Arango es consciente de que la mirada que plasma en la obra nos da apenas un pequeño recuadro, un fragmento de la realidad, como si hubiera hecho un zoom en el que queda por fuera la mayor parte de un paisaje humano que desborda las posibilidades de la pintura; los personajes están recortados porque el mundo y la historia continúan más allá de los marcos de una pintura que, en última instancia, jamás puede cambiar la sociedad.
En todo caso, esta acuarela es un grito que nos obliga a caer en la cuenta de que estamos frente a la realidad de nuestro propio mundo social.