Esta es la historia de una lección aprendida en un viaje al mar.
Tengo un tatuaje en mi antebrazo izquierdo. Una réplica más del famosísimo grabado del japonés Hokusai, La gran ola de la Kanagawa. He visto esta imagen en cuadernos, camisetas, mugs, rompecabezas y, por supuesto, tatuajes. Y yo también la tengo, no porque haya querido ser parte de la tendencia, sino porque me recuerda un momento que fue muy importante en mi vida.
Lea también: Ideas para no pasar de largo por la vida
Hace un tiempo estuve en Isla Fuerte, una isla pequeña y muy bonita en el Caribe colombiano. Estuve en una de las playas más bellas que he conocido, vi aves que no sabía que existían, conocí el manglar, vi a personas y burritos cargando agua desde una laguna a punto de secarse por la falta de lluvia… Fue un viaje bonito, sí, pero lo más importante ocurrió en el regreso.
Ese día el mar “amaneció embuchao”, nos dijo Joaquín, un isleño flaco y silencioso, que aparecía siempre de la nada. No alcancé a preguntarle eso qué significaba –porque también desaparecía cuando uno menos pensaba–, pero lo que vi fue un viento muy fuerte y unas olas muy altas. Partimos a las seis de la mañana. Yo venía en la parte de atrás, a la izquierda, con los ojos cerrados porque el agua salpicaba tan fuerte que no podía mantenerlos abiertos.
De vez en cuando me atreví a mirar. A mi lado había una pared azul, una muralla de agua, una ola altísima que escondía el horizonte y que, increíblemente, no nos caía encima: nos levantaba. Y el lanchero, hábil, no luchaba. Apagaba el motor y dejaba que el mar nos elevara a su antojo y nos volviera a bajar. Sólo entonces, cuando regresaba la calma, encendía nuevamente el motor.
En ese momento no me di cuenta, pero ese barquero de ojos claros, serio y hasta regañón, nos estaba dando una lección: a veces la estrategia es no luchar. A veces lo que hay que hacer es apagar el motor, que no es rendirse ni lanzarse al naufragio, sino saber esperar. Escuchar, observar con atención y reconocer cuándo hay que encenderlo de nuevo para retomar la marcha.
Ya lanzada a este mar embuchao que es la vida, miro cada tanto mi antebrazo izquierdo invocando la sabiduría del lanchero. Cuánta belleza puede haber en un motor que apaga su rugido y espera, paciente, las señales indicadas para volver a girar las aspas.