El Informe de Calidad de Vida 2014, del programa Medellín Cómo Vamos, revela que la inversión en transporte el año pasado correspondió al 15,7 por ciento del total destinado a la ciudad, es decir, 735.824 millones de los 4,7 billones invertidos. Después de Barranquilla, Medellín es la capital que más proporción de su inversión total dedicó al transporte. Después de la educación, el transporte es el campo al que más se destinaron recursos, y dentro de este, las áreas a las que más dinero se les asignó fueron: sistemas de transporte masivo (217.887 millones), seguido por estudios y preinversión en infraestructura (30.412 millones) y construcción de vías (21.289 millones). Se construyeron 10,9 kilómetros carril de vías, frente a los 1,3 kilómetros carril en 2013.
El mismo informe reporta 1.234.946 vehículos nuevos (614.334 carros y 620.612 motos). Entre 2013 y 2014, el crecimiento del parque automotor fue del 4,5%, (más de 53.000 vehículos). Finalmente, informa que en 2014 se redujo en 60 el número de agentes de tránsito al pasar de 514 a 454.
Con las cifras del informe es evidente que la ciudad necesita más agentes de tránsito que refuercen el cumplimiento de las normas viales, que impidan el uso de las vías como parqueadero, que estén en capacidad de afrontar el crecimiento del parque automotor y de la infraestructura vial; que estén a la par de los recursos públicos invertidos durante 2014. Pero, como siempre, también es necesario hacer responsable al sector privado, a los ciudadanos, para que los resultados de la inversión se intensifiquen. De poco sirve la basta inversión municipal en vías, o en transporte público, si no optamos por contribuir.
En las ediciones 621, 622 y 625 publicamos la serie de tres artículos sobre movilidad y transporte, titulados “Movilidad sostenible: del discurso a las acciones puntuales (1)”, “Movilidad sostenible: del discurso a las acciones puntuales (2)” y “Movilidad sostenible: del dicho al hecho hay mucho trecho (3)”. Estos estuvieron enfocados al aporte que algunas empresas hacen al transporte de la ciudad a través de políticas y medidas con su planta de empleados, proveedores y/o clientes, o por el contrario, si entorpecen la movilidad.
En la mayoría de la empresas existe una buena dosis de voluntad y disposición, o por lo menos un discurso a favor de la movilidad sostenible. Muchas de ellas aseguran que implementan la flexibilidad en los horarios de trabajo y el teletrabajo, incentivan el carpooling y los vehículos eficientes, ofrecen rutas de transporte colectivo y espacios para las bicicletas, y establecen sus sedes en inmediaciones de estaciones del metro o con buenos accesos a otras formas de transporte público. Si estas medidas son tomadas en serio por los empleados o, mejor aún, si se hacen cumplir por sus directivos, las aplaudimos. De lo contrario, no tienen sentido ni valor, no tendrán resultados que sumen a la calidad de vida de la ciudad. Como se sabe desde tiempos ancestrales, el camino al infierno está pavimentado con buenas intenciones.
Es sorprendente ver los casos de los centros comerciales. Sus estrategias para reducir el impacto en la movilidad –teniendo en cuenta su gran incidencia en la congestión de las zonas donde están ubicados– son pocas y en ocasiones inexistentes. Lo mismo sucede con las Tiendas D1, un modelo de negocio de reducción de costos, en gran medida, a costillas del espacio público al no tener parqueaderos para clientes y proveedores. Estas decisiones lucrativas para ellos, dificultan –hasta paralizan– la movilidad de las zonas donde se ubican.
Con el agobiante tráfico que enfrentamos hoy, cooperar y buscar la mitigación del impacto vehicular con medidas reales es una obligación social.