Por José Guarnizo
Si solo hay una vía para subir a la montaña, allá donde brotan como la hierba las casas del barrio La Sierra, creces inevitablemente con un obstáculo en tu mente. Una única carretera implica una sola oportunidad en la vida. La tomas o te quedas aquí. No hay más.
A esa conclusión ha llegado Carmelo Prestipino, un sacerdote italiano de la comunidad Josefinos de San Leonardo Murialdo, que desde hace cuatro años ejerce como párroco, amigo, confesor, sicólogo, trabajador social y bibliotecario de La Sierra.
Cuando te adaptas a que no tienes nada, cuando te acomodas a la idea de que si no te avientas por esa culebrita a la que llaman camino, esa a la que no le cabe sino un carro en un solo sentido, te terminas conformando con lo que aquí te ofrecen. Te complaces con ver a Medellín a lo lejos, atorada de edificios y casitas, como si se tratara de otra ciudad. Otro planeta de por allá.
Muchos de los niños de la comuna 8 no conocen la ciudad y se limitan a verla desde sus laderas. Desde la montaña, la ciudad es una ilusión. Fotografía Róbinson Henao
Entonces, si alguien te ofrece un manojo de monedas por vender droga, a lo mejor lo aceptas porque necesitas comer. O tal vez te resistes, a fuerza, soñando con el día en que puedas bajar por esa carretera, definitivamente, para conocer el mundo.
No es descabellada la reflexión que en segunda persona lanza este siciliano de sandalias franciscanas, ojos color avellana y piel enrojecida por el sol. Cuando recién llegó, Prestipino pensaba que sus feligreses lo regañaban cada vez que lo abordaban. Acostumbrado a las voces serenas con las que se encontró en Albania, un país excomunista y mísero en el que trabajó 18 años, Prestipino se extrañó al ver que en La Sierra para hablar, gritaban.
Con el tiempo se dio cuenta de que en un barrio en el que hay que subir 400 escaleras todos los días para llegar a la casa, uno tiene que alzar la voz si quiere avisarle a la vecina que no se le olvide la bolsa de leche o si necesita reconvenir al niño que no quiere irse a dormir cuando ya ha oscurecido. El espacio físico —las interminables graderías, la única carretera, las calles elevadizas— termina por influenciar la manera de ser.
Un terreno en el barrio Los Mangos, zona central de la comuna 8, sirve ahora de aula ambiental. Al fondo, el Centro de Medellín. Fotografía Róbinson Henao
—Nosotros vivimos en un mundo de escaleras y pendientes, donde se hacen sancochos, se grita, se juega. Es un modo de relacionarse. Pero mentalmente también es un problema. Solo tenemos un acceso para llegar a La Sierra. Ahora por fortuna están construyendo otra carretera. Pero por muchos años la vida nos ofreció una sola opción —dice Prestipino desde la casa cural, un sombrío y modesto cuarto repleto de mercados para entregar—.
Al templo, uno de los pocos lugares que la comunidad tiene para reunirse, dejan de ir los ancianos cuando sus piernas y sus articulaciones nos les da para serpentear las lomas. Bajar a un enfermo desde las casitas más encaramadas de la colina, hasta la vía principal, es un acto propio de un héroe. Sobre todo porque el primer centro de salud está en el barrio Buenos Aires, a 25 minutos en carro. En ese lapso el enfermo languidece, el herido se desangra, el moribundo expira.
En la noche del 30 de noviembre del año pasado le tocó el turno a María, una niña de cinco años que se encontró con una mecha de pólvora que alguien lanzó al garete. El explosivo le cayó en el ojo izquierdo.
La comuna 8 reúne personas provenientes de diferentes lugares de Antioquia y del país. No están acostumbrados a vivir en edificios. Fotografía Róbinson Henao
El bramido de los voladores y la música a todo taco, invisibilizaron la escena que vendría después: la mamá de María se desmayó cuando quiso bajar por las escalas a su hija ensangrentada. Los totes siguieron sonando, en medio de la fiesta, del estallido de la alborada mafiosa, del estruendo de una ciudad embriagada de dicha, mientras una tía de María descendía con ella en brazos hasta la carretera. Cuando llegaron a la Unidad Intermedia de Buenos Aires, María había perdido el globo ocular.
Pocos días después María le pidió a su mamá que la alzara para verse en el espejo. Frente a su propia imagen, trastocada por un parche cruzándole la cara, María se sonrió, como si estuviera ante una noticia cotidiana, como si a los cinco añitos uno pudiera estar hecho de hierro, de uno bien macizo que ni los adultos son capaces de mostrar cuando llegan las tragedias.
Salir de La Sierra siempre ha sido una odisea. Más en los tiempos violentos. En 1995, el mismo año en que se levantó la parroquia y Pristipino ni se imaginaba que cruzaría el océano, hombres armados de una banda de Caicedo, un barrio a diez minutos abajo, llegaron preguntando por Hugo Londoño, uno de los primeros hombres a quien acusaron de ser paramilitar.
Londoño se alcanzó a esconder en la iglesia. El sacerdote de entonces, Humberto Arboleda Tamayo, no sabía cómo evitar el crimen. Afuera la gente se escondía en las casas mientras los muchachos del combo pavoneaban sus pistolas cuadra a cuadra. De un momento a otro salieron del templo dos sacerdotes, con sotanas y biblia en mano. Al verlos pasar, cuentan años después en La Sierra, los armados saludaron reverentes a los padres. “Bendición hijos míos”, contestaron los dos curitas, antes de tomar la vía rumbo a Medellín.
Con el tiempo, cuando el conflicto de bandas se prendió más en serio, se vino a saber que uno de los dos supuestos religiosos que había salido campante delante de los muchachos del combo era Londoño, quien logró escaparse, junto al padre Arboleda, vestido de sotana y lanzando, descaradamente, bendiciones al viento.
Aunque tu madre no haya tenido dinero para levantarte, a lo mejor tuviste la suerte de ser vecino de Elvia Bonilla, la líder comunitaria que ha criado a más de veinte hijos ajenos. Y eso que ella tuvo también la responsabilidad de alimentar a siete nacidos de su propio vientre. En el barrio Villa Liliam parte alta era normal que las mamás no tuvieran qué darles de desayuno a sus hijos.
Pero era cuestión de que Elvia se enterara, para que terminaras pasando la mañana en su casa, tomando chocolate y comiendo huevos, al lado de un enjambre de niños que con los años se volvieron tus hermanos.
Nadie sabía a ciencia cierta cómo Elvia se las arreglaba para contar con tiempo para cuidarte —limpiarte el babero, cantarte canciones, regañarte amorosamente cuando hacías daños— si nunca recibió un centavo del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar. Todo lo conseguía de cuenta de ella. El milagro de la multiplicación de los panes lo hacía realidad una persona que encarna la forma más bella del servicio comunitario: renunciar a las propias comodidades para hacerte a ti, que eres un extraño, la vida más llevadera, más viable.
Aula ambiental que funciona en lo que antes era una plaza de vicio. Barrio Los Mangos, comuna 8. Fotografía Róbinson Henao
Con los años Elvia se cambió de barrio, pero no por eso dejó de estar pendiente de los muchachos. Desde que la comunidad puede decidir sobre las inversiones en la comuna, a través del Presupuesto Participativo, nació la posibilidad de que fueras a la universidad hasta graduarte. No son muchos, claro, los beneficiarios de la beca que Elvia ayuda a gestionar. Pero qué hubiera sido de tu vida aquí sin seres como ella, en un barrio en el que faltan padres y sobran madres, incluso de las que no llevan tu misma sangre.
La comuna 8, conocida como Villa Hermosa, es un territorio del centro oriente de Medellín que mide 57 kilómetros cuadrados, repartidos en tres cerros desde los cuales es posible adorar, con furia o indiferencia, a Medellín. Hay que insistir: aunque están en la misma ciudad, los habitantes de Villa Hermosa se acostumbraron a decir que van para “Medellín” cuando bajan al laberinto de edificios y vías modernas que se hunden a lo lejos. Villa Hermosa es y no es Medellín al mismo tiempo.
Hay una palpable e incuestionable sensación de pobreza en los 18 barrios que conforman la comuna, entre los que están, por supuesto, La Sierra y Villa Lilliam.
Si se revisa el plan de intervención de la Alcaldía de Medellín, Villa Hermosa aparece con una buena cantidad de obras e inversiones para mostrar en estos cuatro años. Pero sobre todo de cemento. Una institución educativa en La Sierra, dos líneas de metrocable, una estación de Policía en Villa Hermosa, un jardín circunvalar, un centro de integración en el barrio Los Mangos, un centro cívico en Las Estancias, dos unidades de vida articulada, entre otras construcciones, hacen parte del concreto y el ornamento verde, hay que decirlo, que ha ido entrando a la zona.
Y aquello ha traído trabajo. Pero no del calificado. En las faenas del metrocable se pueden encontrar obreros de La Sierra. Pero nunca un ingeniero o un arquitecto. El nivel de profesionalización en el barrio es precario. Se estudia la primaria, se estudia el bachillerato. Pero hasta ahí. En toda la comuna, compuesta por 136.375 habitantes, lo que es casi una ciudad entera, solo 3.598 personas fueron a la universidad, 217 cursaron una especialización y 90 estudiaron una maestría, esto es el 0,0644% de la población.
Y hay que ver, con las estadísticas en contra, cómo la comuna vibra en algunas de sus dinámicas económicas. Ni el comercio ni el mercado de la canasta básica se detienen. Se mueven con el impulso de precios mucho más bajos que los que se pueden encontrar abajo, quién lo creyera. Que Villa Hermosa esté por fuera de los estándares más altos de calidad de vida o de profesionalización, no la matan. Al contrario, la comuna ocho es una especie de ser palpitante y heterogéneo, capaz de reinventarse ante la adversidad diaria. Y vive al límite, gracias a tantos “padres prestipinos” y tantas “elvias” que no la dejan claudicar.
Si no tienes más de veinte años de edad y nunca has salido del barrio Las Golondrinas, esa comunidad que se precia de estar a solo 10 minutos del Centro de Medellín, te podrán decir, sin miedo a la equivocación, que jamás en tu vida has visto salir una sola gota de agua potable de la canilla. Un puñado de niños sentados sobre galones vacíos, alrededor de un carrotanque que esta mañana envió Empresas Públicas de Medellín (EPM), son el ejemplo más palpable.
Varias generaciones de jóvenes no han visto salir de la canilla de su casa una gota de agua potable. Deben ir hasta un tanque donde llenan timbos. Fotografía Róbinson Henao
Ni una sola gota de agua, señor, se queja Luz Nancy Gutiérrez. Ella y unas 10 mil personas, en plena urbe, se levantan todos los días con una problemática similar a la de La Guajira, ese enorme desierto del norte del país en el que llueve en promedio cada dos años. Pero aquí, entre el aire templado que lisonjea las montañas, el agua también es un tesoro que llega por pequeños puchos de un acueducto veredal que se surte de la quebrada Santa Elena. Con lo que de ahí llega se abastecen los barrios El Pacífico, Altos de la Torre, Llanaditas y Golondrinas.
Pero como no alcanza para todos, es necesario estar pendiente del carrotanque, alrededor del cual se arremolinan filas de cientos y cientos de vecinos a la espera de llenar vasijas. A veces miles. Es el cuadro vivo del subdesarrollo. Luz Nancy es una mujer de mirada estrábica y una fuerza en los brazos que no se compensa con el alimento que pone a la mesa. Ella ofrece el servicio de subir timbos de 10 galones, loma arriba, hasta las casas de sus vecinas, en una en una operación que repite unas veinte veces al día. Por cada viaje de agua le pagan 1.000 pesos.
Esa forma de trabajo le garantiza reunir semanalmente un dinero con el que prepara comida para llevarle a sus hijos, cada ocho días. Ellos viven internos en un hogar del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (Icbf), del municipio de La Estrella. Cada lunes, Nancy sale de su casa cargada con cocas de arroz y carne frita para Cindy Johana, de 21 años, su hija sordomuda; María Leonor, de 17; Juan Esteban, de 10; y Juan de 5 añitos. Quién sería capaz de no darle la razón a Nancy cuando dice que la vida en Las Golondrinas es dura.
—Yo prefiero no tener energía para hacer de comer pero tener el agua. Lo mejor de la casa es el agua —dice—.
La petición de un mínimo vital se ha vuelto en el barrio Las Golondrinas la lucha diaria. La razón de vivir. Desde que Nancy llegó al barrio, se ha venido escuchando que el agua llegará, que construirán otro tanque que bombeará líquido al resto de los barrios, que EPM y que la Alcaldía ya garantizaron los recursos, que los timbos y los carrotanques serán, por fin, tan solo una mala pesadilla del pasado.
Desde hace más de 20 años, el barrio Las Golondrinas no cuenta con servicio de agua potable, pese a estar a 10 minutos del Centro de Medellín. Fotografía Róbinson Henao
Los problemas de falta de agua en Las Golondrinas, El Pacífico, Llanaditas y Altos de la Torre, están atados a los orígenes mismos de los barrios. Desde hace treinta años comenzaron a llegar desplazados y migrantes a levantar casitas donde podían, sin saber que muchas de aquellas tierras presentaban riesgos geológicos. Las invasiones se fueron repoblando desordenadamente, sin un control sobre la propiedad y la titulación de los predios. Todo aquello, sumado a la burocracia y a la falta de decisiones políticas, hicieron que Las Golondrinas se fuera atrasando de un modo que parece surreal si se tiene en cuenta su cercanía con el Centro de Medellín, la ciudad más innovadora del mundo. Las Golondrinas es un asentamiento irregular, sí, pero poblado de seres humanos con derechos.
En julio de 2013, el jefe de proyectos de redes de aguas de EPM, Ramón Alzate, anunció que para mayo de 2015 los barrios tendrían por primera vez agua potable, gracias a la construcción de un nuevo tanque que se sumaría a obras de protección geológica financiadas por la Alcaldía de Medellín. Al menos hasta el cierre de este artículo, el milagro no se había hecho realidad. Falta poco, le siguen diciendo a Nancy. Y ella, de tanto esperar, ya ni se lo cree.
Desde el mirador donde termina el barrio Esfuerzos de Paz, los combos controlados por La Oficina de Envigado emplazaban ametralladoras M60 y fusiles. Las balas eran dirigidas hacia el morro de en frente, donde se ven como si fueran pesebres La Sierra, Caicedo, Villa Lilliam y Chococito. Y desde allá repelían con más plomo. Esta panorámica privilegiada, por el paisaje abrumador que sale a la vista, era también un sitio estratégico de la guerra.
Han pasado los años y es domingo en la mañana. En Esfuerzos de Paz se siente la resaca del día anterior en cada botella vacía de aguardiente desperdigada sobre la tierra. Bajo un sol abrasador aparecen dos muchachos en moto, alertados por la presencia de extraños. Hacen varias rondas. Van y vuelven, haciendo sonar el motor frenéticamente, llamando la atención.
De una de las casas que se erigen en el camino arenoso, sale John Restrepo, un líder comunitario y defensor de derechos de la comunidad Lgtbi, que en el año 2012 tuvo que irse, junto con 108 familias, porque temían que alguna de las balas que tanto resonaban fueran para ellos. Cada vez que se iniciaba un proceso comunitario y se consolidaba, dice John, aparecían las presiones de los violentos. Entonces la gente se iba por un tiempo y luego regresaba para comenzar de cero.
Y aquí está de nuevo John, tratando de explicar que Esfuerzos de Paz es un barrio invisible en el mapa. No existe ni desde el Estado ni desde la oferta institucional, dice. Es un asentamiento construido a mano limpia por la comunidad, en días de convites, sancochos y empanadas bailables.
Casi nadie lo sabe pero Esfuerzos de Paz huele a Pacífico colombiano. Muchas de las mejores cocineras de pescado que trabajan en exclusivos restaurantes de Medellín, llegaron aquí desplazadas de otros conflictos en tierras chocoanas. Porque en Colombia la guerra aparece donde menos se espera.
El barrio Esfuerzos de Paz fue construido por la comunidad, a través de convites. La violencia ha obstaculizado procesos comunitarios. Fotografía Róbinson Henao
Pero nada del trabajo comunitario ha sido en vano. La semilla que sembraron líderes como John y Olivia Castaño, han germinado en proyectos como la Casa Diversa, una vivienda en estado de abandono que hace años era usada por pandilleros para guardar motos. Ahora aquí funciona un centro de internet gratis, un sitio de reuniones comunitario, un espacio neutral para el teatro y las artes. Esta casa es, a todas luces, un lugar de resistencia.
Aunque los combos no han desaparecido, sus estragos se sienten cada vez menos. La confrontación que sostenían las bandas controladas por La Oficina de Envigado y la bacrim Los Urabeños, hace dos años perdió intensidad en parte por un pacto de no agresión suscrito entre ilegales en toda la ciudad. El objetivo es dividirse los territorios, sin renunciar al cobro de vacunas y las microextorsiones. Y sin entregar las armas.
Pero no deja de ser admirable la manera en que, en medio del desescalamiento de una guerra sumida en un peligroso estado de reposo, la vida por sí misma reverdece. Jairo Iván Maya es un líder de Los Mangos, barrio de la zona central, que ha sobrevivido a todos los conflictos: el de las milicias guerrilleras, el de los sicarios de Pablo Escobar, el de los paramilitares, el de los combos. En algún momento de persecución también estuvo a punto de aceptar un asilo en otro país, gestionado por una organización de asistencia humanitaria. Pero decidió quedarse.
Jairo, junto con varios amigos, invadieron un pequeño potrero en el que los muchachos pasaban interminables noches fumando marihuana o planeando asesinatos. La idea comenzó como huerta comunitaria y hoy está convertida en un vivero experimental en el que nacen, aún cuando no es su piso térmico ni su ambiente, repollos, fríjoles, arvejas, tomates, ajos y plantas decorativas. Lo que se vende se reinvierte.
Habría que tener bastantes arrestos para haberle arrebatado este terreno a tres plazas de vicio y a un parqueadero ilegal, para destinárselo a una aula ambiental. Pero Jairo y doce compañeros se atrevieron. Adaptaron semillas de otros climas en pocos metros de luz y atrajeron a niños que querían aprender a escarbar la tierra. Yeison*, de nueve años, llegó allí porque uno de los líderes cierto día le dijo: “No siga andando con esos muchachos que roban y más bien véngase para la huerta”. Como si fuera un milagro, las matas fueron pegando sobre una terraza en plena ciudad, mientras Yeison iba viendo cómo, cada domingo, florecía para él una nueva oportunidad.
*Nombre cambiado.
El cronista
José Guarnizo es comunicador social de la Universidad de Antioquia. Fue reportero del diario El Mundo, de Medellín, editor de investigaciones de El Colombiano y actualmente es corresponsal en Medellín de la revista Semana.
Sus crónicas han sido publicadas en El País, de España, en la revista Don Juan, y en la revista Semana. Ganador del Premio Rey de España de periodismo, en 2011, y del Premio del Círculo de Periodistas de Antioquia, en 2012.
Es autor de los libros La Patrona de Pablo Escobar (editorial Planeta), obra que fue adaptada a la televisión por RTI; y de Extraditados por error, texto de la misma editorial publicado en 2014, cuyos derechos fueron adquiridos por Sony Pictures para realizar una serie televisiva