Estamos viviendo “la modernidad líquida”, esa descripción que hizo Zygmunt Bauman de una época en la que todo es fugaz, incompleto, indefinido.
De lágrima en ojo, miles de seguidores de Twitter escucharon al niño contar la historia: “…no, pues, lastimosamente mi papá se fue pa’l cielo, mi mamá está muy enferma, y mis dos hermanitos tienen 5 y 4 años” (ojos entornados – música de fondo – imagen a blanco y negro). El comensal de una cafetería le propone al muchacho retos matemáticos, y se sorprende con su agilidad mental. En pocos minutos, el país entero estaba hablando del niño calculadora, y se movilizaba conmovido. “Ayúdenme a encontrar a este impresionante genio”, trinó el gobernador de Antioquia, y su mensaje alcanzó rápidamente la trascendencia que ya se quisiera el mandatario para otros anuncios contundentes.
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Pero todo resultó ser un montaje de un tal influencer, esa nueva modalidad de cuentachistes que se ganan la audiencia agazapados en la línea difusa que hay entre la realidad y la ficción de las redes sociales. La semana pasada fue la historia del supuesto niño-genio; la anterior, una falsa emergencia en el Metro de Medellín; y, a finales de diciembre, la del tipo que se inventó un tatuaje de Messi en la frente, y que alcanzó más de 17 millones de visualizaciones en TikTok.
Hay un largo trecho entre los legitimadores y los influencers, y muchos de nuestros gobernantes están cayendo en la trampa.
“Fue una broma”, dicen todos ellos después de que quedan en evidencia y su historia ha cumplido el ciclo de publicación, viralización y desmentida. Algunos de ellos logran engrosar su billetera (monetizar, se dice), aunque otros no trascienden los quince minutos de fama y se quedan en la línea de partida de la carrera por el dinero fácil. Pero algo cambia en nosotros cada vez que, por “dedi-prontos”, caemos en la trampa de replicar sin confirmar. Nos volvemos desconfiados y selectivos. Y eso es necesario, porque estamos viviendo la época que describió Zygmunt Bauman: “la modernidad líquida”, esa forma de organización social en la que todo es fugaz, incompleto, indefinido.
El término influencers es registrado por la RAE, desde 2012, como “un anglicismo usado en referencia a una persona con capacidad para influir sobre otras, principalmente a través de las redes sociales”. El concepto se parece a lo que antes se denominaba un “legitimador”, es decir, una persona que representa lo que es “cierto, genuino y verdadero en cualquier línea”, bien sea por su conocimiento o su ejemplo de vida, según el mismo diccionario. En comunicaciones y en publicidad, era frecuente y recomendable el uso de los legitimadores para generar opiniones y tendencias en la comunidad.
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Pero hay un largo trecho entre los legitimadores y los influencers, y muchos de nuestros gobernantes están cayendo en la trampa: ¿Quién es, por ejemplo, Lalis? Sí, claro, es una generadora de contenido (¿qué tal el eufemismo?) con cerca de 300 mil seguidores en Twitter, 133 mil en Instagram, 115 mil en Tiktok y 188 mil en Youtube, y, gracias a esas cifras y a su conocido fanatismo político, acaba de firmar un millonario contrato con la Presidencia de la República (con la plata de nosotros, los contribuyentes), para “asesorar la generación de contenidos digitales”. ¿Quién se va a encargar, entonces, de la comunicación pública, que debe ser veraz, responsable y pertinente? Que no nos salgan después con que “era una broma”.