Pocos asuntos han polarizado tanto a la opinión del país como las negociaciones de paz que se adelantan entre el gobierno y las Farc en La Habana, Cuba. Las razones son evidentes, pero no sobra recordar una de las más fuertes: la gran mayoría de colombianos, si no todos, hemos sido tocados, en diferentes proporciones y en múltiples formas de dolor por este devastador conflicto armado, que ya ha perdido sentido. No hace falta una manifestación pública más, ni nuevas encuestas y estudios pormenorizados sobre la procedencia de las víctimas y las supuestas causas de su muerte, como tampoco seguir conociendo frías estadísticas, para entender que si algo nos unifica es el cansancio colectivo ante esta violencia de más de cinco décadas.
Esta situación, sumada a la desconfianza generalizada en la institucionalidad y en los representantes de los diferentes poderes públicos, incita a tomar posiciones frente al proceso de paz desde el dolor y el rencor y no desde la racionalidad y la lectura sensata de los acontecimientos. Para lograr un buen discernimiento del momento que atraviesa el país y de la complejidad de las negociaciones, se requiere precisamente lo que nos falta: una información profunda, veraz y contextualizada, no solo del estado de estas, sino de lo que sucede en medio del conflicto en zonas rurales apartadas de las que nos llegan muy pocas noticias. Es decir, tenemos una visión mínima y parcializada de la realidad, presentada muchas veces por aquellos que han perdido credibilidad debido a las evidentes mentiras, engaños o imprecisiones en que más de una vez han incurrido.
No obstante, creemos que el único camino es el de la institucionalidad. Sea pues este el momento de permitirnos un acto de fe y de confianza en ella para dar por terminada esta guerra absurda.
Esta reflexión surge ahora a raíz de la protesta callejera reciente de que fueron objeto el presidente Santos y las negociaciones de paz, en las inmediaciones del San Fernando Plaza, cuando el mandatario recibía, en la asamblea de Proantioquia, el apoyo del empresariado antioqueño, no sin algunas observaciones al proceso. Las manifestaciones de solidaridad con los soldados fallecidos en el Cauca y sus familias son más que bienvenidas en una sociedad que por muchos años ha parecido anestesiada frente al dolor ajeno. Pero más allá de estas democráticas expresiones, está lo fundamental: el inmenso e incuestionable valor de la vida, sin distingo alguno. Cada ser humano involucrado en este conflicto arrastra unas circunstancias determinadas que lo condujeron al punto en que se encuentra y que en la mayoría de los casos, resultan incomprensibles para quienes no estamos inmersos directamente en el núcleo de la confrontación.
Ante el dolor de la pérdida de una vida, es sano reconocer que los hijos seguirán siendo hijos, los esposos, esposos y los hermanos, hermanos, bien sean guerrilleros, militares o de la población civil. La muerte nos duele a todos. No ser conscientes de esto, contribuye, sin quererlo, a una guerra que el peor peligro que ofrece es el de perpetuarse.