Muchos de ustedes habrán oído hablar del rey Midas. Habrán oído decir que este o aquel “tiene el don de Midas, todo lo que toca lo vuelve oro”. Es más, en nuestra cultura, un “Midas” es digno de admiración, de envidia; es un ideal de muchos y una realidad de pocos. Pero miremos el mito original, bastante resumido y recortado por razones de espacio, para que le devolvamos al rey su sentido pleno.
Midas, rey de Frigia, era rico y estaba convencido de que la mayor felicidad se la daba su oro. Además, tenía una hermosa hija llamada Zoé, a la que apenas miraba cuando podía distraerse del brillo de sus monedas. Un día, el dios Dionisio, para devolverle el favor de haber rescatado a un sátiro de su corte, le dijo: “Te concederé el deseo que tengas”. Midas respondió sin vacilar: “Deseo que todo lo que toque se convierta en oro”.
Hasta aquí, todo parece un cuento de hadas. Hasta aquí, Midas encarna el deseo de la mayoría de nosotros. Pero ahí también encontramos una maldición de nuestro tiempo: no solo la de una obsesión desmedida, sino, y sobre todo, la de confundir los medios con los fines. Nosotros, como Midas, queremos plata, aunque tenerla implique perder el tiempo, el amor, la salud, la tranquilidad y la felicidad que queremos asegurar con el dinero. Todos somos, en mayor o menor medida, víctimas de esta profunda estupidez. Pero el dinero no es más que un símbolo. Aquí, en este texto –aunque fuera de él también–, hay infinitas formas de confundir los medios con los fines.
En el mito, las consecuencias son dramáticas. Midas tocó una rosa para olerla y esta se puso fría y dorada, se comió una uva y casi se quiebra una muela, quiso comer pan fresco y este se convirtió en oro, quiso tomar vino y casi se ahoga con el metal líquido. De repente toda su alegría se volvió angustia. Su gata saltó para acompañarlo y se volvió una estatua dura y fría. Midas se puso a llorar diciendo: “Estoy condenado al frío por el resto de mi vida”. Al sentir su llanto, Zoé se apresuró a consolarlo, convirtiéndose en una estatua de oro.
La consciencia llegó y Midas, afortunado, descubre lo que el oro no puede comprar: la vida y el alma. Al confundir la vida con el oro, lo llenó todo de muerte. Solo mire a su alrededor, señor lector, y respóndame con toda honestidad: ¿le parece difícil encontrar en todas partes estatuas y jaulas doradas? Exhibimos y comparamos nuestras jaulas para ver quién tiene los barrotes más lindos. Finalmente Midas le suplicó a Dionisio: “¡No quiero el oro maldito! ¡Solo quiero abrazar a mi hija, sentir el perfume de mis rosas! ¡Por favor, quítame esta maldición dorada!”. Dionisio le respondió: “Te devuelvo la vida a cambio de todo el oro que has tenido y tendrás”. Midas exclamó sin dudarlo: “¡Lo que sea! ¡Quiero a la vida, no el oro!”. Se dice que Midas aprendió a amar el brillo de la vida en lugar del lustre del oro. Regalando a carcajadas todas sus posesiones, se fue a vivir al bosque junto con Zoé –su nombre traduce vida–, en una cabaña. Se dice que fue feliz.
Digamos entonces que el verdadero Midas no es aquel cuyo toque lo convierte todo en oro, sino el que conoce con claridad lo que el oro no puede comprar. Siendo así, ojalá tuviéramos su toque.
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