Estoy convencido de que necesitamos mucha más filosofía práctica y menos Prozac. Abundan los sabiondos que nos traen fórmulas y soluciones definitivas y simples sobre la vida. Llegan con sus grandes sonrisas y sus quijadas levantadas. Formulan psicomagias, siete leyes espirituales, nos hacen hincar ante nuestros padres, nos dan un vaso de yagé, inducen una catarsis que desata nuestro animal interior, o nos dan una pildorita que nos soluciona la vida.
Pero ninguno nos quita el sabor extraño de los domingos en la tarde, soluciona nuestro temor a la muerte, o nos ayuda a sobrellevar los dolorosos caminos del deseo. Ninguno nos dice que no hay que buscar allá, sino asumir acá. Ninguno nos acompaña al terreno pantanoso y vertiginoso de la libertad.
Por eso hoy quiero hablar de los existencialistas, porque ellos sí lo hacen. Nos invitan a asumir, con coraje, que la existencia es angustiante. Lo es por donde se mire: estamos condenados a muerte, deseamos, sentimos, somos limitados, somos contradictorios y estamos en relación con otros y con ellos entramos en conflicto. ¡Pero sobre todo porque somos libres!
Pero dicen que frente a este hecho tenemos una elección: o nos damos la pela de entrada y aceptamos la angustia de la vida al desnudo, tal y como es, o nos hacemos los pendejos y tratamos de maquillar la situación un poco. Lo primero, según los existencialistas, es la autenticidad. Lo segundo es lo que llaman “la mala fe”, una falsa realidad, un autoengaño.
Ahora bien, casi todos vivimos desde la mala fe. No porque seamos moralmente malos, sino porque le apostamos a falsas realidades, mitos tranquilizantes, paraísos artificiales y, sobre todo, a identidades mentirosas. La mayoría evitamos siempre pensar, sentir y actuar desde la autenticidad profunda, porque esta da vértigo y duele. Nos pasamos la vida peleando con lo que somos y tratando de ser lo que deberíamos ser pero no somos.
El camino del saber empieza por dejar de hacernos los pendejos y apostarle a la autenticidad angustiante de lo que somos, por un acto de coraje, por el coraje de la verdad. Y eso, querido lector, no se lo da nadie, con ningún ritual o ninguna fórmula. El arte, en este caso, no es buscar quién deberíamos ser, sino encontrar lo que somos. No es echarnos cuentos baratos o caros, sino irnos empelotando espiritualmente. ¿Qué tal si fuéramos menos proclives a ilusionarnos y estuviéramos más dispuestos desilusionarnos, entendiendo la desilusión como un paulatino proceso de irnos quitando los velos y aceptando las verdades, incluso las incómodas, inaceptables o dolorosas?
A mi modo de ver, el proceso de llegar a la sabiduría tiene dos momentos. Eso lo aprendí de los existencialistas. El primero consiste en dejar de ser un mentiroso y asumir la angustia de la autenticidad. El segundo es aprender a vivir la vida a partir de la verdad de lo que somos. El segundo no se da sin el primero.
El poeta Blake no era francés, pero sí tenía una vos existencialista cuando dijo que: “si el necio perseverase en su necedad, se volvería sabio”. Yo agregaría que con la condición de que fuese su auténtica necedad. No existe otra manera.
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