El absurdo de la guerra, nuevamente, nos obliga a poner los ojos y el alma en miles de personas que se ven obligadas a emigrar de su país.
Mis abuelos nacieron en Siria. Llegaron a Colombia después de un viaje largo. Tan largo como atravesar en barco el Atlántico entero, después de haber cruzado también el Mediterráneo. No sabría decir cuántas personas venían en ese barco, pero sé, por ejemplo, que si alguien moría en el trayecto debía ser arrojado al mar.
Pero mis abuelos no murieron cruzando el océano y llegaron a Colombia en 1923. Se llamaban Chamsi, ella, y Tufic, él, y salieron de Siria buscando abandonar la pobreza que había dejado la guerra. Huían también del miedo: no era una vida fácil para una familia de católicos ortodoxos en un país de mayoría musulmana.
Una vez pisaron América, se embarcaron por el río Magdalena hasta llegar a Cartago, un pueblo al occidente de Colombia, que prometía prosperidad y un buen clima para los venidos de afuera. Allí no eran los únicos. Ya los esperaban algunos familiares que se habían adelantado en la travesía, junto a otros sirios y libaneses que ya formaban algo parecido a una colonia.
En Colombia hicieron una vida. Una casa con solar, un almacén de telas, una máquina de coser, un idioma diferente, siete hijos colombianos y los nuevos amigos que poco a poco se fueron haciendo familia.
La historia podría ser larga, detallada. Podría contar cómo fue el viaje, cómo se adaptaron, cómo cambiaron sus nombres para que los colombianos pudieran pronunciarlos. Podría contar cómo mi abuelo seguía escribiendo poemas en su idioma e intercambiaba sus escritos con los de un sirio ciego, que usaba una pequeña regla para ir enrollando el papel y no perder las líneas, pero no voy a hacerlo.
Lo que voy a decir es que mis abuelos y las personas que venían con ellos no se hundieron en un barco en la mitad de su intento por darle dignidad a sus vidas. No encontraron mallas ni muros ni hombres armados que les impidieran el paso. Ellos, salidos de la misma Siria que hoy sigue siendo destruida, no conocieron el horror que ahora encierra la palabra frontera en un mundo que no tiene las puertas abiertas para todos por igual.
“Un niño es el mundo entero”, dice el titular que acompaña una de las imágenes que más me ha sacudido en la vida: un niño sirio muerto al lado del mar, encallado, después de naufragar. Cómo no pensar, después de verlo a él y a tantos que se aventuran a cruzar el mar, que yo también soy hija de la migración.
Según ACNUR, hay más de 26 millones de personas refugiadas en todo el mundo, y tan solo en la primera semana de invasión rusa a Ucrania, más de un millón de personas abandonaron su país. Se prevé que esta será la crisis migratoria más grande de Europa después de la Segunda Guerra Mundial.
Hoy veo una nueva foto: un niño de dos años, ucraniano, pone su mano abierta en la ventana del tren para despedirse de su papá, que se queda sin él para pelear en una nueva guerra. Cómo no pensar, después de verlo, que sí, que un niño es el mundo entero, que el mundo entero es hijo de las migraciones.