Pocas tradiciones como el budismo han hecho del saber sobre la naturaleza del deseo y nuestra relación con el desear, uno de sus pilares fundamentales. Podríamos nombrar también al psicoanálisis, el estoicismo y el cinismo de Diógenes.
Pero volviendo al budismo, quiero darle la palabra al budista inglés Keith Dowman cuando habla de las formas en que sufrimos por nuestra relación con el deseo: “El sufrimiento es fracasar en obtener lo que queremos; el sufrimiento es conseguir lo que no queremos; el sufrimiento es el miedo a la pérdida de lo que queremos; el sufrimiento es perder lo que tenemos. Después de obtener lo que deseamos, sufrimos el orgullo de poseerlo; sufrimos de celos si alguien más tiene lo que nosotros queremos o si tiene algo mejor de lo que nosotros tenemos. Todas estas situaciones de deseo y de aferramiento son las causas de nuestro sufrimiento”.
Pero, dando por sentado que somos conscientes de cuánto sufrimos por nuestros deseos, no podemos evitar preguntarnos: ¿Entonces, la solución es no desear? Pienso que solo existe algo más peligroso que el deseo: no desear. Porque mientras las peores afecciones psicológicas están ligadas siempre a un deseo empobrecido o muerto, uno de los indicadores del retorno de la salud del alma es que volvemos a desear, empezamos a anhelar. El regreso de la vida al corazón de las personas se hace notar por la presencia del deseo.
Qué contradicción. El deseo nos hace sufrir, pero no hay nada peor que la inexistencia del deseo. ¿Cómo resolverla? La solución está, como lo dice el budismo, en mirar más profundamente la naturaleza del deseo y a partir de ahí relacionarnos más hábilmente con este. Pero hacerlo nos lleva a dos conclusiones muy concretas y contundentes:
La primera es que los deseos nunca van a lograr su cometido original: tapar el profundo vacío, esa falta que llevamos a cuestas, esa herida que produce el hecho de existir. Ese vacío no se llena con nada: ni con amores, ni dinero, ni diplomas, ni belleza, ni armas, ni rezos, ni carros. Paradójicamente, cuando dejamos de tratar de llenarlo y de evadirlo, y lo aceptamos abierta y vulnerablemente, ese vacío se vuelve espacio y libertad. Cuando entendemos esto, los deseos se liberan del miedo infantil que los hace tiránicos, que los convierte en oralidad, voracidad, ambición y depredación.
La segunda es que realizar los deseos nunca nos dará la felicidad. Todos conocemos esa profunda frustración que se siente cuando se obtiene lo deseado: esa imagen que nos obsesionaba, de la noche a la mañana se hace mundana, tangible, limitada y toda la gloria que nos prometía se esfuma de tajo: el viaje queda en las fotos, la diosa se diluye en las cantaletas, el BMW se raya y pincha y en la isla caribeña hay mosquitos y malos olores. Cuando entendemos que no deseamos para ser felices y que la felicidad se consigue por otro camino, entonces los deseos quedan liberados del apego a los resultados y de la desilusión inherente al hecho de consumarlos.
Entender la naturaleza de los deseos puede ahorrarnos ingentes cantidades de estupidez y mezquindad, porque inevitablemente los libera del egoísmo básico que tiraniza nuestras vidas. Lo que más me gusta es que, liberados del miedo y del apego, se vuelven pura creatividad. El sabio hombre sabio ya no le huye a su falta, ya no le corre al vértigo de vivir y sabe que su felicidad no tiene nada que ver con la saciedad de sus deseos. Pero es consciente de que allí donde hay vida, cabalgan los deseos.
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