Votar el 15 de junio es la mejor elección: en blanco –aunque en la segunda vuelta no tenga un efecto jurídico– o por uno de los dos candidatos que esta democracia, imperfecta pero democracia al fin y al cabo, nos ofrece. Abstenerse, siempre será un lavado de manos, una actitud entre indolente y apática frente al acontecer del país y lo que de él le dejaremos a generaciones que no conoceremos. Es la abstención una posición facilista pero dañina, y ni siquiera indica con qué o quiénes se está en desacuerdo.
Puesto que, querámoslo o no, estamos aquí y ante estas opciones, apropiémonos del papel de ciudadanos y actuemos como tales, pensando en aportar algo, en este caso a través del voto. Que el que quiera asumir el poder con intenciones oscuras de cualquier índole, sepa que no es pan comido, que hay millones de ciudadanos activos con sus ojos puestos en él y sus actuaciones como gobernante.
Hablar sobre los asuntos vergonzosos de esta campaña electoral es como llover sobre mojado, pero inevitable. Contiendas presidenciales como la actual son el reflejo de la descomposición social que termina permeando incluso a personas con amplia formación educativa; son el espejo de una sociedad enferma donde no se practica el respeto por el otro, donde hacen carrera la agresión verbal, la calumnia, la descalificación del contendor, las acusaciones de cualquier calibre y con cualquier consecuencia que evidencian la debilidad del sistema de justicia y el irrespeto por las instituciones, fundamento de la civilización.
La bajeza de muchas de las artimañas -estrategias nos suena a eufemismo- utilizadas por ambas campañas, los “rabos de paja” y “trapos al sol” que se esgrimen una y otra, y los enfrentamientos con altas dosis de mentiras y cinismo de sus candidatos son un pésimo ejemplo para un país que lleva décadas diciendo que está cansado de la violencia (5´405.629 es el número de víctimas desde 1985), pero que sin tregua la multiplica.
Esta contienda electoral, y en particular los debates televisivos, parecen una representación de esos micromundos donde prosperan las llamadas barreras invisibles: cada quién desde su lado como dueño de la verdad. Cada candidato, detrás de esa barrera que en este caso es el atril, ratifica la imposibilidad de reconocimiento del otro, el imperio de la individualidad, esa polarización donde no cabe intersección alguna.
Lo grave es que este no es un inocuo y pasajero juego de niños. La polarización de la que estamos siendo testigos implica riesgos. Estos líderes en ejercicio deberían ser conscientes de que están aportando a un caldo de cultivo que podría conllevar en un futuro formas de gobierno desastrosas para el país. Sin quererlo, podrían estar abriendo el camino a líderes de ocasión o falsos profetas que terminan convertidos en gobernantes perpetuados en el poder por los caminos del populismo, del fundamentalismo y las dictaduras. Son líderes que aprovechan la rotación insana de los gobiernos, la inequidad, el descontento general y la baja representatividad democrática para dar golpes que los llevan al ejercicio del poder, con las terribles consecuencias que hemos visto en países lejanos y cercanos, histórica y geográficamente.
Pese al panorama, es preferible votar, pues no hacerlo es renunciar de antemano a la esperanza, por ínfima que sea.