El cuidado y la afectividad son competencias y habilidades humanas, no solo femeninas, que favorecen la cultura de la convivencia y el bien común. Irene Comins Mingol, en Filosofía del cuidar, nos dice: “Quizás debamos empezar por nosotros mismos, por nuestros familiares y vecinos a recuperar y practicar aquellas habilidades que nos hacen vivir de forma más feliz y pacífica”. Este tipo de educación en y para el cuidado nos permite cultivar un mayor compromiso con los demás y con la sociedad. Nos permite, al menos, intentar resolver la contradicción colectiva que nos lleva a desear la paz y la reconciliación siendo expertos violentólogos.
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En esta educación de y para el cuidado se favorecerá el cultivo de la empatía desinteresada y la valoración de lo multifactorial. Se buscará re-asignar valores y tareas antes entregadas exclusivamente a las mujeres y consideradas de la esfera privada. Será una educación donde nos habituemos en el arte de aprender a vivir juntos, donde la ética del cuidado reemplace a la simple ética de la justicia y cada individuo entienda que es protagonista moral y político de la ciudadanía. Una ética intersubjetiva que parta de las necesidades de los otros como referente esencial. Y, para comenzar en esa educación, lo primero que debemos hacer es conocernos, entender que necesitamos los unos de los otros compartiendo miradas y voces. No se trata simplemente de imaginar o suponer; hay que tener en cuenta las necesidades manifestadas por los demás.
Una educación para el cuidado nace del reconocimiento de la naturaleza vulnerable y frágil de los seres humanos. Si partimos de nuestra absoluta imperfección e incompletez, entenderemos la necesidad de los otros para constituirnos de mejor manera. Configuramos unidad a la manera del bosque que sobrevive porque comparte todos los nutrientes. Al lenguaje empobrecido de los derechos se debe agregar el de los deberes centrados en el cuidado. Más comunitarismo y menos egoísmo para ser capaces de vivir juntos. Aprender a pensar en los demás, otorgarles más fuerza a las redes afectivas.
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En esa cotidianidad queda demostrado que cada individuo puede modificar la realidad que lo circunda. El mundo actual tiende a aislar al ser humano y transmitirle una impresión de irresponsabilidad, porque lo convence de que su sentir y actuar son insignificantes ante la magnitud de los problemas. En ciudades, caracterizadas por la dolorosa hostilidad, hay desconfianza y domina la competencia; hay invisibilidad, rechazo y exclusión. El trato es desigual, impera el insulto y la descalificación. El otro es una amenaza. Ese empobrecimiento individual es muy peligroso y frena todas las posibilidades de transformación de la realidad mediante la sumatoria de pequeños y significativos esfuerzos. En otros espacios de encuentro entre quienes quieren dar el paso de la hostilidad hacia la necesaria coexistencia, se da la comunicación con los iguales, pero no con los desiguales. Existe una especie de paz negativa en donde “no te molesto y no me molestas”. Se prefiere callar. Cada uno a lo suyo. Hay poco interés por el otro y el relacionamiento es pobre.
Pero, en una ciudad que desee comprometerse con la ansiada convivencia, tendrá que darse la fusión y el mestizaje, la posibilidad de que los acuerdos se construyan colectivamente, entendiendo de manera simultánea lo convergente y lo divergente. Se requiere una clara voluntad de comunicación, permitiendo la confianza y las relaciones afectivas. De esa manera se da paso a la reciprocidad y la cooperación, respetando y asumiendo la normatividad jurídica y moral, posibilitando la ilusión colectiva y la búsqueda del bien común. Allí, entonces, es donde el espacio vecinal se vuelve ideal para ensayar la práctica de los urgentes oficios de la paz en la vida cotidiana.
Lo crucial es reconocer que somos humanos, demasiado humanos, y vivimos de la mejor manera posible dentro de nuestra imperfección y fragilidad. Por eso el movimiento entre coexistencia-hostilidad-convivencia es pendular. Se moverá incesantemente de acuerdo con nuestros comportamientos y acciones.
Y, como lo que mejor enseña es el buen ejemplo, vale la pena sacar del anonimato la gran cantidad de casos exitosos de bondad, solidaridad, Noviolencia que buscan llevarnos de la inspiración al deseo de emular. Ejemplos de nuestros barrios y de un poco más allá, que llegan para invitarnos a resolver la vida conversando, a acompañarnos sin invadirnos y a confirmar que lo colaborativo nos resuelve lo pequeño y lo grande de nuestra vida. La invitación es a potenciar la importancia del cuidado como práctica social de resolución y gestión pacífica de conflictos, como habilidad para la convivencia, como una auténtica cultura para hacer las paces. Se trata de entender que los seres humanos somos más competentes para lo colaborativo que para lo competitivo, haciendo de la bondad y la compasión los mejores gestos de la inteligencia.