/ Sebastián Restrepo
La procrastinación es un arte, o mejor una artimaña, tan humana como la capacidad de hacer fuego. Se relaciona con esa otra capacidad de nuestra especie, solo compartida con las avestruces, de no ver lo que tenemos frente a nuestras propias narices. Capacidad, esta última, que nos permite tolerar guerras, infiernos conyugales, carencias abismales de sentido y muchas otras cosas, sin incomodarnos y sin inmutarnos.
Pero cada vez me asombra más la capacidad que tenemos de mamarnos gallo y llenarnos la boca de propósitos, ideas sublimes, proyectos y un sinnúmero de cosas que siempre dejamos para después. No nos engañemos: el mundo está lleno de amantes que esperan mejores condiciones para amar, de artistas que aún no han encontrado las condiciones para hacer su arte, de amantes que a partir del 1 de enero empezarán a amar, de ahorradores que no han empezado a ahorrar y de trabajadores acérrimos que no han reunido la suficiente fuerza para mostrarle al mundo su dedicación.
Pero también está lleno, como es de esperar, de moribundos que gritan desgarrados pidiendo tiempo para realizar lo que dejaron para después.
Todos de alguna manera aplazamos algo esencial: la libertad, la felicidad, la integridad, la autenticidad. Y nos pasamos la vida haciendo negocios chimbos con nuestra propia alma y con la verdad de nuestro ser, sacrificando los dos patrimonios más importantes de nuestras vidas: la consciencia y el presente. Todos pasamos por alto esa voz que internamente nos dice que es ahora o nunca, mientras decimos con voz callada y miradas recelosas: “después…”
Pero detrás de este arte de procrastinar que nos catapulta a la más sublime de las mediocridades se encuentra lo que el maestro Perls llamaba el eterno juego de la “autotortura y el automejoramiento”. Es un juego donde nos torturamos por ser como somos y nos prometemos ser lo que no somos. Torturamos nuestra realidad y nos prometemos un ideal inalcanzable, no porque sea humanamente imposible sino porque, escúchese bien, riñe con nuestra naturaleza.
Cuando procrastinamos estamos mintiéndonos invariablemente, viendo algo que no es real: nos decimos que queremos ser artistas, pero negamos el esfuerzo y el sacrificio de hacer verdadero arte; queremos ser grandes amantes, pero negamos el conflicto inherente a la guerra del amor; queremos ser buenos hijos, pero negamos el abismo insondable y la enfermedad que nos separa de nuestros padres. La procrastinación nos permite la levedad hermosa y perfecta de las ideas, sin el sudor y el agotamiento de las acciones y las emociones.
Pero también dejamos de ver cosas que sí lo son. El que espera empezar a trabajar el otro año no acepta que simplemente es un perezoso sin remedio. El joven que cambia interminablemente de carreras y nunca se gradúa no acepta el infinito amor que le inspira su madre y su disposición a enterrarse con ella de ser necesario. El eterno amante que no encuentra las condiciones para amar no acepta que es un egoísta irremediable intoxicado con su propia imagen. Los ejemplos pueden ser inagotables, pero creo que ya entendieron el punto.
En fin, la procrastinación puede convertirse en una gran oportunidad si aprovechamos su timadora presencia, para ver con claridad inmisericorde dónde estamos viéndonos como no somos y dónde estamos dejando de ver lo que somos. La vida bien vivida es aquella que parte del coraje fiero de aceptar lo que uno es, más allá del perfeccionismo infantil, los ideales inhumanos y las mentiras que nos echamos.
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