23 años y su banda sonora: El reconocido músico y profesor Juancho Valencia nos presenta una original crónica sobre el transcurrir musical de la ciudad durante los años de vida de Vivir en El Poblado
Hablar de 23 años de historia de música de Medellín no es una tarea fácil en una ciudad donde la memoria nos falla y los cambios vertiginosos son la constante. Es presumir que tenemos una historia homogénea, que nos cruza en línea recta como lo hace el río al valle. Y ahí es donde comienzo, en los mundos tan distantes en los que vivimos en la misma ciudad, y que cada vez se transforman y se alejan a velocidades más extremas.
Yo tenía nueve años
El año 89 fue uno de los periodos más aterradores para vivir en Colombia, sumergida en una guerra sin tregua que hacía ver el apocalipsis como un juego ingenuo.
Sin embargo, al escribir “1989 Colombia” en Google, parece que lo más importante fue el triunfo del Atlético Nacional en Copa Libertadores (recuerdo estar presente en ese partido y ser despertado por el grito de mi madre: ¡¡Ganamos Higuita Ganamos!!). “Oh oh oh mi Nacional y olé olé olé”, nos remite a esa canción que nos describe este primer momento: la salsa.
En 1989 se bailaba salsa, se cantaba salsa, se pensaba en salsa. Solos de timbal y bongó se confundían con disparos y explosiones que musicalizaban los meses finales de la década, pero la salsa dura empezó a ser reemplazada rápidamente por una mezcla impensable en ese momento y que ahora es un sonido común y cotidiano: la salsa romántica. ¿Cómo diablos podía encajar una melodía melosa, tierna, y un cantante con voz inocente con los hierros de las campanas, el metal de los trombones y la agresividad del tumbao?, se preguntaban los salseros de ultranza que interrumpían mis horas de sueño en la noches de bohemia de mi casa.
Bueno, Eddie Santiago lo hizo, y la salsa pasó a ser el discurso del barrio, del latino emigrante, la música de las sábanas blancas que las adolescentes cantaban a todo pulmón. En este año surgió en el occidente de la ciudad una canción que le dio la vuelta al mundo junto con el genio musical que la interpretó, Diego Galé (de quien mi padre -Luis Fernando- me dijo que su ritmo es tan perfecto como la maquinaria de un reloj) inventándose a la vez el sonido de la salsa de Medellín con el hit Mi vecina.
Del merengue y otros ritmos
Luego llegó un ritmo con toda la intención de robarse el trono de las pistas de baile de todos los garajes, cumpleaños, de la joven Avenida Las Palmas, San Juan y la 70: el merengue. Este, más fácil de bailar, fue apoderándose del terreno antes imperado por Fruko y sus Tesos. En el 89 asesinan a Jairo Paternina, cantante del grupo que descubrió el tempo exacto donde el habitante de Medellín baila a la perfección: El Combo de las Estrellas.
El vallenato dominaba el sentimiento poético de los paisas, y en la pista de baile era el momento oportuno para apretar a la pareja mientras se escuchaba a un señor del que, en mi infancia, siempre me atraía un lunar simpático en el cachete: Rafael Orozco
Pero Medellín no vibraba solamente con los ritmos tropicales, vestidos de camisa de chalís y zapato mocasín. La balada, que la historia posteriormente llamó “música para aplanchar” porque en la mente tenemos el sonido de los quehaceres de la casa, la balada y Radioreloj narrando las desgracias de la noche anterior, nos dominaba con su dramatismo e histeria controlada.
También estaba entrando un sonido que iba a transformar las futuras generaciones de manera contundente: el rock en español.
Caía el muro de Berlín y llegaban a Medellín grupos del cono sur y la madre patria, con nombres creativos como los Enanitos Verdes, los Hombres G, Soda Estéreo, Los Prisioneros (que nos mostraban con sus letras que allá abajo en el sur no todo iba a la perfección) y el más grande de la época: Los Toreros Muertos.
Su primer concierto en Medellín fue en el Coliseo y el regalo de cumpleaños que pedí a mi padre fue asistir. “Déjelo entrar, porque un niño que a los nueve años nos quiera escuchar a Los Toreros Muertos tiene que ser especial”, dijo uno de ellos cuando vio el alboroto porque no me dejaban pasar. Eso no se me olvida. Ahora imagino la complejidad de entrar a un niño de nueve años a un concierto de música irreverente en donde el cantante lanzaba rollos de papel higiénico hacia el público.
Los jóvenes (parceros solo se decía en Manrique), coreaban no solo las canciones en inglés inventado “wuachu wuachu” sino también coros como mi agüita amarilla, sufre mamón, o yo no me llamo Javier. La película Rodrigo D, de Víctor Gaviria, rompía esquemas e hizo una importante compilación de músicos punk para la posteridad.
En los 80 surge también un genuino rock de la montaña de la mano de Kraken, Estados Alterados, Ekhymosis y Bajo Tierra, sonidos diferentes que captaron la mirada de Colombia hacia nosotros.
Los 90
Llegan los 90, muere el capo, nueva constitución, llega MTV a Colombia. Época de renacimiento. Una sensación de esperanza se apoderó de la ciudad. La fiesta fluía sin problemas con mezclas de música tropical, merengue, rock alternativo y música “discotequera”. Mientras mis amigos disfrutaban de las virtudes del rock, yo me adentraba en la fantasía de la clave y el tumbao, Juanes comenzaba a convertirse en un ídolo pop y dejaba de componer letras contra el sistema, surgía una ola esperanzadora de salsa dura con jóvenes sobrevivientes de los 80, y llegaban sonidos británico-caribeños para apoderarse de los bares: el reggae y el ska.
Es una época recordada por multitudinarios conciertos entre artistas antagónicos de salsa y pop o rock y tropical, que le daban una apariencia cosmopolita y de vanguardia a una ciudad preparada para un sonido totalmente nuevo y fresco: Carlos Vives logró la unidad rítmica, y sin importar en que parte de la montaña de Medellín vivían, todos cantaban en sintonía los Clásicos de la Provincia.
El 2000
El 2000 entra a Medellín con sonidos resultantes de las experimentaciones realizadas en los 90. Juanes pasa a ser un éxito global y en Medellín ocurren sucesos relevantes a niveles gubernamental y privado que enriquecieron de manera sustancial el principio de siglo: el apoyo incondicional de la Alcaldía a la música; el surgimiento de la carrera de música en la Universidad Eafit, que afirmaba la importancia de un nivel profesional alto musicalmente; y el surgimiento de festivales como Altavoz, que convocaba la escena juvenil, y el Festival de Jazz de Medellín, que abría la mente de la ciudad con sonidos arriesgados y novedosos del mundo.
Grupos que vale la pena mencionar, extintos, o actualmente en su mejor momento como Planeta Rica, Niquitown, Tropicombo, Coffee Makers, Tres de Corazón, Puerto Candelaria; el sinnúmero de éxitos de Diego Galé, los Inquietos del Vallenato, Zona Prieta, IRA, Piso 21, Crew Peligrosos, Alkolíricos, Providencia, La Pestilencia, Sonora Ocho, Panorama, PasaBordo, El Combo de las Estrellas, De Bruces a mí, La Toma, Siguarajazz, Caneo, son sonidos que describen nuestra ciudad, así, como en esta lista, mezclados, sin jerarquías, revueltos todos luchando para sobrevivir en la época en la que nos tocó ver nacer un ritmo poderosamente adictivo y arrasador en su modelo de negocio socio: el reggaeton.
Ahora Medellín, segunda capital del reggaeton después de Puerto Rico, vibra de nuevo en unidad nacional como en otrora lo hacia con Carlos Vives. No importa cual sea la montaña del valle en la que vivas, el huracán caribeño domina.
Hay otras tendencias inamovibles, emperadores inmortales como Darío Gómez (y ahora su versión fashion, Pipe Bueno), que siguen controlando nuestros oídos, pero la conclusión es que nuestra ciudad y sus habitantes siempre serán un ejemplo de trasformación continua, frágil en su estabilidad, una sociedad increíblemente talentosa para hacer el bien y para hacer el mal cuando se lo propone, para hacer bailar o hacer llorar, una ciudad que al final de la canción, siempre te sorprende.