La lección del parque

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  La apariencia romántica de esta casa-oficina-comercio, situada al frente del parque de Provenza, en la Vía Primavera, recuerda la de Hansel y Gretel, los protagonistas del cuento infantil. No es casual. Su dueña, Ana María Londoño, lo quiso así desde 1992 cuando se enamoró de esta construcción y aplicó en ella sus preferencias como arquitecta, su interés por el barrio, por el verde y por la mezcla armónica de usos de suelos. Al verla, quedó encantada con los carboneros que aún la circundan y con ese pequeño pulmón verde situado a pocos pasos y que, sin gritos, pedía ayuda.
Desde entonces empezó su intensa tarea de cuidar el parque y modificar la casa, esforzándose por que los cambios respetaran su relación con el barrio, la vocación de éste como zona de uso mixto y sus colores. Diseñó la fachada de tal manera que semejara dos manos que acogen a los dos carboneros; recicló materiales como rejas, maderas y baldosas o los reemplazó con otros que estuvieran acordes con la tradición del sitio y así convirtió armónicamente lo que solo era vivienda en oficinas, locales y morada.
“A la gente hay que elevarle la sensibilidad, el alma”, comenta Ana María mientras enseña uno a uno los rincones, escaleras, balcones, pisos y techos de esta construcción donde todo tiene un sentido. “Traté de hacer un piso amable. La idea era comunicarse con el paisaje y respetar la belleza de estas casas que tienen una arquitectura de proporciones fantásticas ”. Logró su cometido bajo una idea central que cada día toma más fuerza: convertir la casa en oficina y la oficina en casa. De ahí que en esta estructura situada en la Calle 8 con la Carrera 37 hayan tenido su apartaestudio arquitectos y artistas con alto sentido estético y hayan convivido en buena tónica con oficinas y comercio.
Pero como parte del encanto que le vio Ana María a la casa estaba en el parque, su otra labor ardua tuvo que ver con él, al punto de que sus más allegados siempre le criticaron todo el tiempo y recursos que le dedicaba. Su labor sólo decayó años después, cuando una disposición municipal prohibió a los particulares intervenir estos espacios públicos, pero antes se metió de lleno a diseñarlo, a cuidarlo, a sembrarlo, a abonarlo, a regarlo y a desyerbarlo respetando la tradición por las plantas que tenía el barrio y lo que otros vecinos ya habían hecho por él.
Por años unió personas en torno a su cuidado, mes tras mes recogió las cuotas para pagar un jardinero, alimentaron juntos las ardillas y los pájaros, sembraron un balcón verde hacia la quebrada, plantó los “piecitos” que donaban las señoras, o las palmas que hoy se irguen esbeltas sobre la era que bordea la vía; aplicó los conocimientos sobre jardines que adquirió desde niña y complementó durante su estadía en Europa, y obtuvo ayuda de instituciones como Mi río y el Vivero Municipal. Por eso se siente orgullosa cuando le hablan de la Vía Primavera, sabe que ella tiene cuota en este nombre “por haber insistido en mantener el verde”.
Hoy, al hacer de nuevo una invitación para trabajar unidos por este sitio, resalta la lección que el parque le dejó: “Aprendí que no se puede ser pasivo. Ya se acabó la época en que todo el mundo trabajaba por su lado; se pueden pactar acuerdos, aunque no sea fácil”.
 
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