La apasionada madre Laura

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Mística y santa
La apasionada madre Laura
La autobiografía de la madre Laura es un cautivante libro de 1.200 páginas, que hace recordar a místicos de la talla de Teresa de Ávila


“Muy pronto vi llegar por debajo del toldillo un animal parecido a un perro o lobo con cascos de mula y unos cuernos negros muy retorcidos. Entró y sin abrir la boca me dijo ‘voy a vengarme de esta advenediza que me ha arrebatado lo que yo poseía con justos derechos’ y agregó que se vengaría de mí (…), que tumbaría el colegio porque no lo resistía y que lo haría levantando una calumnia contra mí.

“Entonces quise darle con el Cristo que tenía a la mano y lo alcé para ello, pero me pareció hacerle mucho honor, y me levanté, lo cogí de los cuernos que eran fríos, muy fríos, y lo torcí como haciéndole formar un remolino, lo estregué contra el suelo y le dije que saliera, que él no tenía que meterse en lo que era mío y que no haría más que lo que Dios le permitiera. Mientras lo estregaba contra el suelo le dije que le quedaban muy mal las zancas de mula y que no le tenía miedo, que hiciera lo que quisiera pero que yo contaba con Dios… El animal salió por entre las dos hileras de estudiantes y yo salí detrás, preguntándoles a las niñas si no habían visto pasar un perro, pero me contestaron que no…”.

El hecho lo atribuye a la furia del demonio por inducir a confesarse a varias alumnas de uno de los colegios donde trabajó en Medellín cuando era joven. Esta es sólo una de las mil anécdotas, sobrenaturales unas y muy terrenales otras, que cuenta la madre Laura Montoya en su autobiografía.

Milagros en vida, manifestaciones de bilocación, sanaciones de enfermos de alma y de cuerpo, exterminio sobrenatural de plagas de langostas, resurrecciones, trances místicos, pactos de no agresión con las fieras en Murrí, acuerdos con Dios, el conocimiento absoluto de que sería santa, historias de esfuerzos sobrehumanos, actos de caridad, sacrificios, empeño, humildad, y como telón de fondo un profundo amor por Dios y ansias locas de convertir infieles “para la gloria del Señor de mi alma”, se despliegan en este libro ante los ojos de sorprendidos lectores que quizás esperaban encontrarse en él los testimonios sosos de una monjita insípida. Nada parecido. La madre Laura era toda fuego.

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Nacida en Jericó en 1874, Laura Montoya Upegui fue, sin duda, una mujer excepcional, en el amplio sentido de la palabra. Para empezar, la futura santa no lloró al nacer sino seis meses después. Los padres consultaron, pero el médico dictaminó que tenía una “salud completa”. “Me necesitabas, Dios mío, tan guapa, tan sin nervios, tan aguantadora…”.

Gran maestra, inteligente, escritora, profunda, filósofa sin proponérselo, sensible, víctima de grandes persecuciones y envidias –muchas de ellas lideradas por los sacerdotes carmelitas y los eudistas– son algunas de las aristas de la vida de esta mujer que murió en Medellín en 1949, tras dejar establecido su gran legado: la Congregación Misioneras de María Inmaculada y Santa Catalina de Siena.

Nacida en una familia muy religiosa, quedó huérfana a los dos años, cuando su padre fue asesinado. Muchos años después supo que Clímaco Uribe, el hombre por quien rezaban todos los días en su casa como si fuera el más querido de los parientes, era el asesino de su padre. “Es que hay que amar a los enemigos”, les explicó su madre a ella y a sus hermanos. Sí que le sirvió esta enseñanza para enfrentar a los muchos que tendría.

De niña se creía desgraciada. “Mi hermana mayor era muy blanca y de excepcional belleza; su carácter amable y simpático contrastaba con el mío, y como además yo era negra y fea…”.
Como era tan solitaria, su mayor diversión era observar la naturaleza. Precisamente a los siete años, mientras observaba un hormiguero, sucedió algo que marcó y encaminó su vida. “¡Fui como herida por un rayo!… Aquel rayo fue un conocimiento de Dios y sus grandezas, tan hondo, tan magnífico, tan amoroso, que hoy, después de tanto estudiar y aprender, no sé más de Dios que lo que supe entonces… Supe que había Dios como lo sé ahora… Terminé llorando y gritando recio, si como para respirar necesitara de ello… Lloré mucho rato de alegría, de opresión amorosa y grité. Miraba de nuevo el hormiguero, en él sentía a Dios…”. A partir de ahí, los acontecimientos similares serían muchos.

Laura Montoya generaba amores y odios. Hasta una novela se escribió en su contra, acusándola de maligna y perniciosa. En medio del dolor y el destierro de Medellín que esta y otras persecuciones le produjeron hacia 1905, le quedó un dolor de cabeza de 10 años y una cruz en el pecho. “Al recibir la noticia de la novela del doctor Castro sentí tal adhesión a la cruz, que tomé un cuchillo enrojecido al fuego, y me hice, en un transporte de amor que me enloquecía, una cruz en el pecho, quemándome fuertemente. Con esto me sentí un poco aliviada del dolor interior”.

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A grandes rasgos, así era la madre Laura, una mujer con tanto deseo de unirse a Dios en el cielo que consideraba su cuerpo un lastre, “un cuerpo de hierro cada vez más pesado”. No fueron pocos los actos heroicos al transportar “mi pobre humanidad”, tan grande y tan pesada, a través de las selvas en busca de almas que llevarle a Dios. Razón tenía “Ña Eleuteria”, la anciana que cuando Laura tenía 12 años y era “delgada, pálida y débil”, la miró y le dijo: ¡Pobre niña, sí que va a ser gorda, la considero! ¡No va a caber por las puertas!”. El presagio, sin duda, se cumplió.

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