En defensa de mis colegas

  Por: Juan Carlos Orrego  
 
Corren los días de un concurso gubernamental para proveer maestros y con él, paralelamente, hace carrera una arbitrariedad grosera que lesiona los derechos de mis colegas. Aclaro que no me refiero a los columnistas (que o se saben cuidar solos o los cuida el diablo) sino a los antropólogos, víctimas de unas reglas de juego que, hasta donde alcanzo a razonar, parecen dictadas por la ignorancia o por un feroz revanchismo. Con la venia del lector pongo la última columna de 2009 al servicio del aporreado gremio.
De acuerdo con el caprichoso decálogo del Ministerio de Educación, mis amigos antropólogos solo pueden optar a plazas de ciencia política, quedando las puertas de las tradicionales ciencias sociales abiertas de par en par para licenciados, sociólogos, historiadores, psicólogos y no sé qué otras especies de la fauna profesional. Apenas lo supe casi envidié en los funcionarios gubernamentales la claridad que no tengo ante mis alumnos insaciables: saber por dónde pasan los límites que separan —o unen— las ciencias del hombre y la sociedad, particularmente aquellas dos hermanas que son la sociología y la antropología. Sin embargo, pronto advertí que no había nada serio en los distingos proclamados en el concurso, donde los antropólogos parecen condenados a ocupar el limitado lugar de algo así como agitadores sociales con poco por decir ante la juventud nacional.
Hasta donde me acuerdo las ciencias sociales escolares tienen, como nervios y vértebras de su columna, a la historia y la geografía. Este recuerdo ilustrativo solo hace más grande el desconcierto ante la descalificación de las pretensiones docentes de mis colegas, pues geografía e historia son parte de la entraña de la antropología: cuando esta ciencia era niña, a mediados del siglo 19, los alemanes la llevaron a la pubertad gracias a un método que estudiaba las costumbres teniendo en cuenta las caprichosas influencias del paisaje envolvente. Después, en las décadas que siguieron, la ciencia del hombre se hizo adulta cuando, por sugerencia de sabios norteamericanos, tuvo la brillante ocurrencia de pensar la cultura como un producto particular de la historia. A despecho de esto y en virtud de un decreto que hace polvo las virtudes disciplinares de la antropología, los administradores de la educación de nuestros días —gente cuyo único talento es diligenciar formularios— la han condenado al papel de una Cenicienta inoportuna y prescindible.
La persecución contra mi profesión se antoja como una frivolidad insufrible cuando, además de todo lo anterior, se tiene en cuenta que en su hipócrita letra muerta el Ministerio de Educación reconoce, como pilares para el diseño de los colegiales planes del área de ciencias sociales, tanto a la antropología como a un puñado de disciplinas vecinas. Así, ¿cómo explicar que los representantes de ese clásico quehacer intelectual no sean invitados a la fiesta? No tengo otro camino que —a riesgo de parecer poco original— ensayar una explicación propia de chismosos: quizá alguna cuenta pendiente dejó un antropólogo díscolo y atrevido en su desempeño como maestro de liceo, y algún gurú rabioso no vio mejor salida que convertir en decreto un desquite personal.
Como Navidad es tiempo de perdón, apelo por adelantado a ese sentimiento y peco de arrogante: los antropólogos, obsesionados por todos los gestos humanos, son parte del personal más idóneo para surtir las muy célebres cátedras de ciencias sociales. Pero si ya los mandaron a hacer fila por las sobras en la trastienda de la cocina, solo queda recurrir al paranoico lugar común de la teoría de la conspiración y pensar que a los dueños de la enseñanza les interesa que cunda la mediocridad. Feliz 2010.
 
 
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