El regreso del etnógrafo

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Por: Gustavo Arango
Siempre que regreso a esta ciudad recuerdo un cuento de Borges, “El etnógrafo”, la historia de un muchacho que se va a vivir con los indios para que los sabios de la tribu le revelen sus secretos milenarios. El etnógrafo está lleno de brillantes sutilezas. Borges pone sobre la historia una especie de neblina que la vuelve más cómoda para que el lector se instale en ella sin sentirse muy extraño. Cuenta que alguien se la refirió en Texas, pero que ocurrió en otro lado. Dice que no es seguro el nombre de su protagonista, pero cree que se llamaba Fred Murdock. De este modo nos obliga poco a poco a descartar el sofisma de la precisión y a aceptar que no son los detalles de las historias lo que de veras interesa, sino el alma de los hechos.
Murdock es un compendio de lugares comunes: es alto a la manera americana, ni rubio ni moreno, su historia es parte de la historia de cientos de personas (parientes, allegados, encuentros circunstanciales). La juventud del personaje le permite a Borges hacer una observación llena de agudeza psicológica: dice que nada había de extraordinario en Fred, ni siquiera esa común tendencia entre los jóvenes a sentirse singulares. Fred está en ese momento de la vida en que todo joven está dispuesto a entregarse a cualquier derrotero que le proponga el azar. Un profesor le propone que vaya a vivir con los indios y Fred reúne justificaciones suficientes para creer que esa tarea estaba escrita en su destino. La idea era vivir en las llanuras el tiempo suficiente para que los sabios de la tribu le revelaran sus secretos y, después, regresar a escribir un libro con los hallazgos.
Al principio las cosas transcurren según lo acordado. Fred vive como el resto de la tribu, en condiciones muy distintas a las de la ciudad. Toma nota de todo lo que observa y espera paciente, por años, el momento de la revelación. Pocas líneas del relato nos indican que al interior del personaje se producen cambios definitivos. Deja de tomar apuntes (el narrador no precisa las razones de ese gesto), asimila los hábitos de la tribu, empieza a soñar en una lengua distinta a la de sus antepasados. Después de una serie de pruebas, los sabios le revelan sus secretos y Fred se marcha sin despedirse.
La parte final del relato la ocupa la conversación de Fred con el profesor que le había sugerido hacer el estudio. Fred le comunica que no piensa escribir el libro que se había propuesto escribir cuando se marchó. Ante la insistencia del profesor, explica que no lo ata ningún juramento y que podría contar del secreto de múltiples maneras. Dice que, después de saber lo que sabe, toda ciencia le parece intrascendente, y agrega que el secreto no vale tanto como los caminos que conducen a él. Borges tiene el acierto de no intentar explicar el secreto que ahora posee Murdock. Sabe que al interior de cada lector palpita ese conocimiento y que es preciso que cada uno emprenda el recorrido para encontrarlo. Las líneas del final nos dicen que Fred se casó, se divorció y es ahora un bibliotecario de la Universidad de Yale. El asunto del divorcio nos demuestra que el secreto no es, no puede ser, una fórmula infalible para que nos vaya bien en todo. Queda implícito que conocer el secreto no libra de las dificultades.
“El etnógrafo” es un relato denso, lleno de posibilidades, donde cada línea tiene consecuencias infinitas. Hay un pasaje de esta historia que siempre me ha intrigado. De regreso en la ciudad, Fred sintió nostalgia de los momentos en la llanura cuando sentía nostalgia de la ciudad. Siempre que vuelvo a Medellín, siento nostalgia de la nostalgia que he sentido en los parajes del destierro. Moviéndome entre multitudes que no me recuerdan nada, entre seres que ni siquiera habían nacido cuando me marché, sólo la nostalgia de la nostalgia consigue unirme a este sitio al que, por mucho que regrese, jamás podré volver.
Medellín, agosto de 2011.
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