El maestro de Kung Fu

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  Era el año 70 y Jorge Betancur tenía siete años. Por una de esas casualidades que para él no son casualidades, un día en que trotaba por una calle de La Pilarica se detuvo ante una señora que pedía auxilio: en el patio de su casa uno de sus niños prendió fuego a una de dos canecas con gasolina y temía que explotaran. Con una mezcla de recursividad e inocencia, el pequeño y como caído del cielo Jorge, desconocedor de que “el agua y la gasolina no se la van”, le tiró un balde con agua a las canecas y, de inmediato, el fuego se desplazó hacia las cortinas de la casa. Pero se alejó del depósito de gasolina. Fue entonces cuando salió a escena un señor con la mirada de David Carradine, el de la entonces muy famosa serie de televisión Kung Fu, y, admirado, le agradeció al menor aparecido de la nada que hubiera evitado una tragedia, mientras éste se disculpaba por propiciar la quema de las cortinas y se esforzaba en apagarlas. El señor de ojos rayados insistió en recompensar al niño su valentía, pero Jorge, proveniente de una familia tradicional, se negó a recibir dinero por un servicio. Sin embargo, atinó a preguntarle al dueño de la casa y de la mirada china si sabía karate. Más que karate, resultó ser un maestro de Kung Fu que, no era, como Jorge creía, el nombre de una persona sino el de una sabiduría con cinco mil años de antigüedad. Era el maestro Mao Fu. “No me de plata, enséñeme” -le propuso-. Así fue como el futuro, sin identificarse, asomó a su vida y le definió su rumbo.
Asegura que desde ese día tuvo el privilegio de ser el único occidental entre 100 alumnos de Mao Fu y de su grupo, quienes habían llegado al Valle del Aburrá en los años 60 con el ánimo de enseñar y de aprender de esta cultura. El centro de entrenamiento y las clases eran en una finca en Caldas y allí empezó a ir Jorge diariamente con la complicidad de su madre y a escondidas de su padre, quien sólo se enteró de que su hijo se había convertido en profesor de artes orientales ocho años después, cuando lo vio reducir con su mirada y unos cuantos golpes inofensivos y certeros a una banda de atracadores. La misma mirada con la que dice que ha enfriado y paralizado a quienes en otros intentos fallidos de atraco lo han amenazado con armas de fuego.

De todo, mucho
Asegura que con los maestros orientales aprendió de medicina alternativa, conoció las hierbas y estudió las plantas; aprendió a conocer el cuerpo, la mente y a integrarlos con otros elementos de la naturaleza; aprendió fisionomía, a leer el iris y hasta la oreja; a interpretar el cuerpo; a leer en la nariz las emociones y el sufrimiento en cada raya del rostro. Para resumir un poco, dada la amplitud del tema, digamos con las palabras de Jorge Betancur, que “el Kung Fu clásico trata de que por medio del ejercicio comprendás y conozcás mejor tu cuerpo y llegués a la excelencia en todo lo que hacés”.
De niño, a la par que adquiría conocimientos empezó su labor como profesor de Kung Fu clásico: lo que aprendía con los chinos no sólo de ejercicios y sanación sino de lecciones de vida, observación y análisis, de cómo buscar y entender el por qué nos pasa lo que nos pasa y convertir lo negativo en positivo, lo enseñaba en el colegio donde estudiaba. Sus clases se extendieron a otros colegios, luego abrió centros en barrios populares, creó grupos en las empresas donde trabajaba y hasta en guarniciones militares requirieron sus conocimientos. Así, a lo largo de cuatro décadas ha enseñado Kung Fu clásico, aniversario que le celebran por estos días en la academia donde multiplica esta disciplina hace siete años.
Hoy, a las 47 años, su cara es de niño y su cuerpo de veinteañero. Por insinuación suya tocamos su abdomen y no cabe duda de que es una piedra. Dos segundos después hundimos el puño en el mismo sitio como si fuera en una almohada de plumas. Cosas del Kung Fu. Con una sonrisa nos despide en la puerta de su apartamento. De este cuarto piso, para delicia de sus vecinos más pequeños, se tiraba hace unos años para caer parado en el primero, cuando aún no habían crecido los árboles de la unidad residencial. “Toda la capacidad que vos pongás en cualquier cosa se llama Kung Fu, todo el amor, la concentración y el esmero. Vos podés tener Kung Fu en tocar guitarra, en ser la mejor comunicadora, lo mejor, eso se llama Kung Fu”, lo oímos decir mientras nos alejamos por la escalera.

 
     
   
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