El fotógrafo de lo bello

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El fotógrafo de lo bello
El nombre de Carlos Tobón se asocia con fotografías artísticas de excelente factura. De ser pichón de veterinario, pasó a convertirse en uno de los más cotizados fotógrafos colombianos.

¡Bummm! Retumbó la bomba a medio día en el barrio La Iguaná. Carlos Tobón, quien recién se estrenaba como reportero gráfico de El Mundo, corrió nervioso hacia la deprimida zona vecina, pues los fotógrafos veteranos del periódico no estaban en la sede. Observó la dolorosa escena: tugurios quemándose y hasta un perrito envuelto en llamas. Se sobrepuso, sin embargo, tanto por la responsabilidad como por la ilusión de ver por primera vez su fotografía publicada en primera página. “Aquí sí fue”, se dijo, y sintiéndose héroe obturó la cámara. Pero pronto cayó el carriel, cuando como una iluminación vio la imagen que claramente le señaló lo que él no era. Allí, en medio de La Iguaná, con las aguas negras cubriéndolo hasta el pecho y tomando fotos estaba su jefe, Gabriel Buitrago, quien al sentir la explosión llegó a La Iguaná y cruzó la quebrada sin importar la suciedad que esta arrastraba. “Esto sí es un reportero, un sacerdote de la fotografía –pensó Carlos con profundo respeto–. Yo no me meto allá ni por el putas”, concluyó, y se olvidó para siempre, no solo de esa primera página –que fue para Buitrago– sino de ser reportero. “Esa fue una revelación y me quité ese peso de encima”, nos cuenta con risa hoy, tres décadas después, mientras nos enseña su nuevo y moderno estudio fotográfico en El Poblado.

En busca del arte
A partir de aquel día, sólo ha captado con su cámara otros aspectos de la vida: arquitectura, arte, paisajes paradisíacos, mujeres bellas y seres talentosos y en estas áreas ha logrado destacarse. Como fotógrafo publicitario y editorial “donde yo vaya, todo está bonito. Si voy a hacer una fotografía en una fábrica, ese día se afeitan los obreros y lavan las máquinas porque va el fotógrafo”. Frente a su lente han estado personajes como Marcel Marceau, Rafael, Juan Manuel Serrat, Vicky Car. Gracias a la fotografía, ha recorrido Nueva Zelanda, Europa, Estados Unidos, Machu Picchu, Hawai, las islas Caimán y decenas de rincones del mundo y de Colombia. Revistas como Axis y Casa lo han tenido en su planta y sus célebres retratos hace varios años aparecen en todas las ediciones de Vivir en El Poblado. Son justamente estos retratos, al igual que las fotografías de arquitectura, los que le han dado sus mayores gratificaciones, aunque en los últimos años fotografiar el agua y experimentar con ella hasta acercarse al arte es otra de sus pasiones. De hecho, varios de sus logros en este tema fueron expuestos hace un año en Los Ángeles y hoy adornan algunas casas de Hollywood.

La primera revelación
A decir verdad, la de Buitrago en medio de La Iguaná no fue su primera revelación. Fue otra, esta sí en el sentido estricto de la palabra, la que antes le indicó que su futuro no estaba en la veterinaria, carrera que adelantaba en la Universidad de Antioquia. Ocurrió el día que una amiga le invitó a revelar fotos a su casa. “Nos metimos en el cuarto oscuro y cuando apareció la imagen en el revelador yo vi a Dios. No podía creer la magia que estaba viendo. Ahí me quedó la mecha”.
Gracias a esta mecha estudió fotografía en Estados Unidos (en una de sus vacaciones fue cuando hizo su fallida incursión en El Mundo). Al graduarse, regresó a Medellín y tuvo el privilegio de hacer escuela por varios años en el laboratorio del reconocido fotógrafo León Ruiz. Para 1985 abrió su propio estudio en El Poblado y más tarde complementó con otros cursos en Europa.
Cuando ya se había hecho un nombre, hace cinco años debió empezar casi de cero con el cambio de la fotografía análoga a la digital, de la que en un principio fue crítico extremo. Con dolor y lágrimas empacó en cajas su millonario y devaluado patrimonio de lentes y cámaras análogas. Algunas las exhibe como trofeos en su “bunker antinuclear”, un espacio con control de humedad, temperatura y a prueba de incendios, situado en la planta baja de su nuevo estudio, donde reposan perfectamente organizados sus archivos de 30 años de fotografía análoga y pretende proteger los aún frágiles archivos digitales. Por lo pronto, mientras la ciencia descubre cómo evitar que generaciones de recuerdos desaparezcan bajo el influjo de los hongos y otros males, Carlos pone su mayor fe en dos Cristos traídos de de la vieja funeraria de San Roque hechos por su padre, un talentoso carpintero que luchó porque sus hijos no tallaran su futuro entre maderas.

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