El Informe Final de la Comisión de la Verdad es, como era de esperarse, un hito doloroso para el país. Es imposible querer a Colombia y no estremecerse al mirar lo que nos ha ocurrido. Ese dolor es intenso porque es el dolor de la violencia y la barbarie, del conflicto y la guerra, entre miembros de esta familia grande que es Colombia. Pero, además de intenso, es un dolor complejo, que surge desde contextos muy diversos y está anclado a un pasado profundo y caótico. Las agresiones han venido desde todos los lados, desde los actores más inesperados, desde las alianzas más inverosímiles y perversas, desde la traición a la fraternidad, desde la inequidad, desde la ambición, desde la sed de venganza, desde la intolerancia, el racismo, el machismo, la aporofobia, el odio…
Pero el informe no debe paralizarnos. Todo lo contrario: es, sobre todo, un hito esperanzador, un instrumento que, además de señalarnos ese dolor complejo, está diseñado para ayudarnos a tramitarlo con el fin de alcanzar esa “paz grande” que tanto necesitamos (y que debe incluir la paz con nuestro entorno ecológico, pues, como lo dice la Carta de la Tierra, es necesario “reconocer que la paz es la integridad creada por relaciones correctas con uno mismo, otras personas, otras culturas, otras formas de vida, la Tierra y con el todo más grande, del cual somos parte”). Construir esa paz grande requerirá muchas conversaciones respetuosas, pacientes, tolerantes y, ojalá, habilitadoras del reconocimiento de las múltiples realidades que vivimos en Colombia. Reconocer las realidades de las demás personas puede ayudarnos a perdonarnos o, por lo menos, a habitar el mismo espacio sin querer destruirnos. Hay, claro está, muchas resistencias. Es probable que algunas de las personas que lean estas palabras no estén de acuerdo con la Comisión de la Verdad (ni con su Informe Final). A ellas les pido que se den la oportunidad de mirar objetivamente la importancia de lo que se nos entrega y les hago la invitación a conversar para que aprendamos de nuestras perspectivas.
Beatriz Restrepo insistió en que “la responsabilidad de la Universidad de aportar a la solución de los problemas de todo orden de la sociedad es ineludible”. Hoy toda institución educativa del país (no solo las universidades) debe preguntarse cómo formar ciudadanas y ciudadanos que le aporten a la paz de Colombia. Cada rector o rectora, cada maestro o maestra, cada docente, debería enfrentar esta pregunta no de manera superflua, sino desde la convicción de que una educación de verdad tiene como propósito fundamental, precisamente, ayudarle a la persona a buscar la verdad, a encontrarse y a formarse para vivir en paz con ella misma y con el mundo. La educación nos debe enseñar a comprender el mundo real y verdadero, a ubicarnos en él. Y si, al hacerlo, nos encontramos con una realidad y una verdad en parte dolorosas (la destrucción de la vida: y no solo de la humana), la respuesta no puede ser dar la espalda: más bien debemos recordar que la educación está ahí, también, para transformar las realidades.