Donde los pianos van a morir

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Durante la guerra franco-prusiana de 1870 – 71, la artillería brutal de ambos bandos destruyó las instalaciones de la casa de edición musical y fabricación de pianos más antigua del mundo, la compañía Breitkopf & Härtel. Había sido fundada en 1719 en Leipzig y en principio se había dedicado a la impresión de partituras y luego a la fabricación de pianos desde 1807. Los pianos Breitkopf & Härtel gozaron de la estimación de grandes compositores del siglo 19 como Liszt, Robert y Clara Schumann y apoyaron la producción impresa y los derechos de partituras de otros genios como Beethoven, Haydn, Mendelssohn, Wagner, Brahms. A pesar de que nunca siguió fabricando pianos desde 1870, la compañía persiste en su labor como editora hasta hoy. Perdonen los lectores esta memoriosa introducción, para decirles con orgullo que tengo en mi apartamento uno de los últimos pianos de “pared” Breitkopf & Härtel, en un sello borroso se lee el código “b129” y que llegó como herencia a mi hermana María quién sabe a través de cuántas rancias familias antioqueñas, por caminos ya sinuosos ya gloriosos. Y esta nota se escribe en honor a este instrumento, porque en una reciente edición dominical del “New York Times” dedicaron un reportaje titulado “A donde van morir los pianos”, en verdad conmovedor. En los Estados Unidos se calcula que existen unos 365 mil pianos fabricados entre 1910-30, cuando había pocos tocadiscos y rara era la radio, de modo que el piano era la única fuente de entretenimiento familiar. Miles de pianos ya cumplieron su edad de “servicio” calculada en unos 80 años y existen en Pensilvania y en todo el país enormes compañías cuyo oficio es recoger los instrumentos que ya nadie puede tener en sus estrechas viviendas, pianos escolares desvencijados o abandonados cuando mueren sus propietarios solitarios y la policía debe decidir qué hacer con los muebles del difunto, etc. Enormes camiones recorren el estado recogiendo estos pianos condenados a la nada y los conducen a una barraca donde son arrojados brutalmente al piso y desmantelados con pesadas mandarrias. El reportero narra estremecido cómo sueltan los pianos sus últimos quejidos metálicos cuando caen a tierra y empiezan a ser descuartizados como elefantes leprosos. Cada camión descarga unos diez pianos de cola o de pared y apilan los desechos según sean cuerdas, finos tablones, patas torneadas, tapas, teclas de marfil, pedales de hierro. La compañía exterminadora de pianos seniles tiene más de un siglo y hoy queda anexa a las planta de basura del estado. El valor de los pianos usados es ínfimo, su reparación costosísima, los expertos escasean, y entonces la gente que los tiene mejor los ofrece como basura. Algunos artistas ocasionalmente van a recoger una que otra parte de un piano destrozado, y en el invierno los transportadores suelen usar las partes de madera como leña en sus bodegas. Es misterioso pensar que esos pianos incendiados alguna vez sonaron como Beethoven o Liszt o como el simple “happy birthday” y hoy son humo y ceniza, “polvo al polvo”. Loado sea nuestro piano familiar “Breitkopf & Härtel”, que permanecerá con nosotros hasta que el próximo diluvio cubra a esta Ciudad sin música, en fecha que no se me ha permitido revelar.
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