Viajando en elefante

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Por: Gustavo Arango
Para el niño que soñaba con llegar a ser un día un escritor, todo aquello parecía como un sueño realizado: un viaje de segundos hasta un mundo más real y colorido que su mundo. Atrapado en su remota eternidad, deambulando sin prisa por aquellas tardes grises de hace casi treinta años, imagina que algún día alguien también podrá encontrar en ese sitio su nombre y sus historias.
Es el niño quien de veras se emociona en la mirada de ese hombre que ha llegado de regreso a su país a presentar una novela que ha ganado su prestigio en otras tierras. Es el niño quien conoce, con todos sus detalles, el periplo hasta el momento en que sus libros alzan vuelo y se alejan en manos de personas que jamás conocerá.
El hombre está cansado y agobiado por dolores y por ganas de escapar. Pero el niño lo obliga a elevar la mirada y a nombrar y a disfrutar. Como alguien que conduce un elefante, le susurra al oído: “No olvides regalar con esa firma alguna frase que sea cómplice, bonita, solidaria”. “Escucha a quien te habla: cada rostro y cada risa es un regalo que te han dado por las horas que pasaste en soledad”. “Tal vez esa mujer sea la princesa que buscabas”. “Escucha el susurrar de eternidad”.
El hombre renunció hace mucho tiempo a entender esa pasión que se encendió entre los pasillos estrechos y elevados, con sus lomos oscuros y sus letras blancas. Solía pasar horas y horas, leyendo cada título, inclinando la cabeza a derecha o izquierda, tomando algunos para hojearlos, para perfeccionar el arte de leerles el alma en unas frases. Poco a poco empezó a imaginar que algún día su alma estaría contenida en libros como esos, que unas manos remotas vendrían a rescatarlo. A lo largo del viaje ha barajado conjeturas: para no morir del todo, para combatir la soledad, para cobrar venganza o convocar el amor. Hace rato dejó de preguntarse por qué hace lo que hace y sólo sigue cumpliendo la tarea que allá adentro está bien delimitada: colecciones, largas crónicas, aquel libro total.
Ayudado por el casi completo anonimato, el niño deambula en su elefante por los luminosos pasadizos de la Feria del Libro. Lo ve todo sin ser visto, merodea, se desliza. Ve a la celebridad del momento, incapaz de reír, impaciente por dictar sus mandamientos. Ve el ensayado aire casual de la vieja gloria, moviéndose sin prisa y a la espera de que alguien lo reconozca. Ve al vendedor de libros viejos, separado del tiempo, insensible y ajeno a tanta novedad. Ve las parejas que se besan, los rivales que se odian, las señoras que venden obleas con arequipe y dulce de mora, como libros comestibles que derraman por los bordes palabras deliciosas.
Cansado de tanto caminar, decide sentarse en una mesa de la zona de comidas. Le pide permiso a un anciano para ocupar una silla. El anciano lo acoge, le habla de lo mucho que disfruta de leer, de lo caros que están los libros, de lo mucho que cuesta una visita a aquella feria: si a los libros se les suman el costo de la entrada, el taxi y la comida. “No se puede”, concluye, mientras piensa con tristeza en todos esos libros que no podrá leer. El niño observa con detalle aquellos ojos, las nubes blancas que empiezan a eclipsar sus pupilas, la sensación de que jamás se volverán a reencontrar. “Están las bibliotecas”, le dice y recuerda su propio laberinto, la penumbra infinita desde donde ha venido. “Tienes razón”, dice el viejo y su rostro se ilumina. Entonces el niño le dice a su elefante que no sea perezoso, que vuelva a levantarse, que es preciso buscar a la princesa y rescatarla.

Oneonta, Nueva York, mayo de 2011.
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