Un baño público

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Un baño público

Por Memo Ánjel
El hombre chico entró al sanitario público. Estaba limpio y olía a fresco. Nada mal: dos orinales, dos sanitarios, un lavamanos amplio, una fuente de jabón, una secadora eléctrica de manos, un dispensador de papel. Si hubiera estado en un campo de concentración, se habría comido el papel. Pero no, el hombre chico estaba satisfecho. Se acercó al orinal que le pareció menos bajo, se empinó y disparó un chorro potente y amarillo. Orinó sin problemas. Y mientras lo hacía, imaginó otros sanitarios. Sintió el olor a desinfectante y recordó los baños públicos de las películas. En muchos de ellos habían matado gente: con puñales, con bolsas de plástico, con tiras de seda, con disparos de ametralladoras. Miró a su alrededor y todo seguía tranquilo. Leyó un aviso: “Acércate más. Salpica menos”. No aceptó la invitación del aviso. Miró con cuidado a su alrededor. Podría suceder algo, como en el viejo Chicago, cuando la prohibición de vender licores tenía la ciudad vuelta un sumario. Terminó de orinar y fue a mirarse al espejo. Estaba tranquilo y pensó que en lugar de ese aviso podrían colocar, en el centro del sanitario, una calcomanía con una mosca para que todos los hombres le apuntaran. Cuando el hombre chico era niño y orinaba en el campo, buscaba un grillo, una hormiga, algo que se moviera para darle con el chorro. Sonrió y se dijo, hoy es lunes.

El sábado había hecho el amor con intensidad y en la mañana del domingo había desayunado bien. Fruta, huevo con pimienta, un buen café. Incluso le gustó el contenido del periódico y la mujer que tenía al lado. Así que el hecho de orinar ese lunes solo fue eso, orinar, sin pensar porquerías. Y había quedado bien, con todos los canales vacíos. Incluso sintió que había crecido un poco. La cama del sábado, en la que se había mostrado como un vikingo cerrero, era amplia. Y la mujer que estuvo en ella, una reina de cabaret. La pasó bien y durmió como si le hubieran pegado un tiro en la frente. Todo se le puso oscuro y amplio.

En la mañana del domingo, recién bañado, mordió unos trozos de pan del sábado. Antes de almorzar hizo el crucigrama y luego miró la tele. Por la tarde durmió y soñó que era un peón de ajedrez. Al despertar, miró por la ventana e hizo un inventario de árboles, balcones y vecinos. Descubrió dos puertas azules, una fachada amarilla reciente y dos mujeres viejas que conversaban mientras se escarbaban las uñas de los pies. Le pareció asqueroso.

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Frente al espejo en que se miró el hombre chico, volvió a repetir: “Hoy es lunes”. Sonrió y los dientes se le vieron blancos y parejos. Quiso hacer muecas y cantar “tengo más dientes que un hombre grande”, pero en esas entraron dos tipos, más cuadrados que altos.
—Acérquense más para que salpiquen menos, dijo el hombre chico. Los pisos meados huelen mal, acotó.

Y no se supo más, pues como en los baños públicos matan gente y, como ya pasó en Chicago y en New York, entrar en detalles no viene al caso. Como digo, era un hombre chico y estaba satisfecho. Y tenía todos los canales vacíos.

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