“Soy un ateo feliz”

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Esteban Carlos Mejía
“Soy un ateo feliz”
Semblanza del escritor, columnista de El Espectador, Vivir en El Poblado y moderador de los conversatorios que este periódico realiza cada 15 días en alianza con el C.C. Santafé

–“¡Ssshito, ssshito!”– interrumpe cuando le decimos su edad para que nos la confirme. “Jamás, jamás –y abre aún más los ojazos azules de su eterna cara de niño–, ni en tortura ni bajo ninguna circunstancia revelo cuántos años tengo”. –Pero si sale en Goog… “No importa, demandemos a Google. Me enseñaron dos cosas tremendas desde niño: la primera no se puede publicar y la segunda es no revelar la edad”.

Llega a la cita con un paquete de empanadas de iglesia, calientes y tostadas. No es costumbre nueva. Recordamos que cuando era presentador del noticiero Hora 13, siempre llegaba a la sala de redacción cargado con buñuelos calientes, bocatto di cardenale que pronto desaparecía entre los atareados periodistas, editores y camarógrafos.

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“Las cosas más importantes de mi vida han sido por azar, todo ha sido una sucesión de azares”, descubre Esteban Carlos Mejía al emprender este viaje al pasado. Por azar estudió ciencias económicas cuando quería ser corresponsal de guerra –“el periodismo es para putas y maricas”, le advirtió un directivo universitario, “y como yo era un niñito de colegio de curas, no fui capaz de inscribirme en Comunicación Social”-; por azar se desvió a la política e ingresó a un grupo de izquierda después de haber sido cruzado y devoto monaguillo de la iglesia de San Joaquín; por azar resultó encanado durante las revueltas estudiantiles del 73, por azar se convirtió en escritor de discursos y perifoneador de campañas, por azar escribió cartas para copropietarios en una inmobiliaria durante siete años –“es más difícil que escribir una columna”-; por azar fue publicista, por azar es columnista, por azar llegó a la presentación de televisión y de ahí a la dirección de programas como Especiales del Arte, con el que obtuvo el Premio Nacional de Periodismo; por azar es novelista –“es mi oficio preferido, es muy solitario y muy silencioso y eso me está gustando”–, y por azar ha logrado la muy luchada publicación de sus novelas, entre otras cosas.

Simpático, alegre, dicharachero, de respuestas rápidas y mordaces, buen escucha y con tendencia a tomarse la palabra y a quedarse con ella, Esteban Carlos (no Carlos Esteban, como insisten en llamarlo algunos despistados) es un gozón de tiempo completo. “Muchos me tildan de ser un batidor, de que me burlo de la gente, pero soy capaz de burlarme de la gente y de burlarme de mí mismo. No lo hago por ofender sino porque me sale”. Le gusta hacer reír. “Vos sonreís y la gente sonríe, es mágico”, dice. Cree, como la inolvidable revista Selecciones, que la risa es remedio infalible y por eso uno de sus sueños es tener una compañía de payasos –incluido él– que haga reír a los niños en los hospitales.

No siempre fue así. De pequeño daba grima. Nació sietemesino, en la Clínica León XIII, y a los ocho meses murió su madre. “Era huérfano y además flaco, langaruto, supongo que el dolor por la muerte de mi madre se manifestó durante muchos años en que yo no comía absolutamente nada, entonces crecí alimentado con Emulsión de Scott”. Hoy recuerda al imperecedero aceite de hígado de bacalao con la misma repulsión de antes. No se lo daban por cucharadas: su padrino le metía a la boca el frasco entero y a la brava, para asegurarse de que no botara nada, mientras “manzanita postobón”, como le decían porque era lo único que le gustaba, berreaba y gritaba palabrotas que se alternaban con las cachetadas de corrección de su mentor.

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Sus primeros años transcurrieron en una finca en San Jerónimo, y el resto en San Joaquín, en Medellín. “Me crié con mi abuela y dos tías: Tina y Genia, las señoritas Valderrama”, quienes lo contagiaron con su fe. Genia, por ejemplo, conseguía todo con la intercesión de la Santa Cruz. “Le rezaba los mil jesuses para conseguir nevera ¡y la conseguía!; recortaba un carro, lo ponía en la cruz, rezaba mil jesuses y conseguía el carro; se quería ir para el Perú, recortaba el mapa… ¡y se iba!”.

Pero con tantos antojos por cubrir, muy seguramente Genia olvidó pedir por la perpetuidad de la fe de su sobrino, el nerdo y creyente Esteban Carlos, quien no fue sino poner sus pies como estudiante en la Universidad de Antioquia y encontrarse con la cara bonachona de Marx, para que se obrara en él el antimilagro: a los pocos días ya era de la Juventud Patriótica del Moir y pasó a ser lo que aún es hoy: “Un ateo feliz”.

Dos manías
Desde niño es buen lector. “Como vivía encerrado con las tías, mi papá me llevaba libros de regalo o me prestaba; él tenía una biblioteca muy buena”. Aún hoy se considera más lector que escritor. “Soy un politeísta literario, no tengo libros preferidos. Leer es lo que más placer me produce… escribir también me produce placer, pero tiene algo de agonía, es una lucha”.

Agonía que no alcanza a convertirse en el terrible pavor a la página en blanco del que hablaba García Márquez, pues piensa, como Borges, que de esto no sufren los que escriben por placer sino por obligación, como los periodistas. Sin embargo, tiene un agüero extraño: invoca el miedo antes de salir a escena para moderar los conversatorios de Vivir en El Poblado o la tertulia literaria Mesita de Noche, en Eafit. “Cuando presentaba el noticiero descubrí algo: en un periódico dijeron que era un gran presentador y me creí ese cuento; un día llegué todo sobradito y empecé a gaguear al aire. Desde eso me propuse asustarme antes de cada presentación. Me parece indispensable tener miedo antes de, y no en, pues me mantiene alerta. Es un agüero pero funciona”.

Pero volviendo a la escritura, aunque el bicho lo había picado varias veces, había decidido no volver a escribir, entretenido como estaba en otros oficios, desalentado por la dificultad de publicar y convencido de que al haber vivido poco, no tenía mayor cosa que contar. Sin embargo, cuando compró un Macintosh en 1993, el mundo se volteó al revés. Con esa manía de reescribir más de lo que escribe, descubrir el copy, cut, paste y demás comandos mágicos, fue como destapar la lámpara maravillosa. “Si no lo hubiera comprado, no hubiera escrito ninguna de mis novelas, porque reescribir es mi forma de hacer literatura”.

Así nació Mentirás al prójimo como a ti mismo. “Un día estaba en el computador y, lo juro, una voz me dijo: ‘Voy a matar a mi mejor amigo’, y me salió el arranque de mi primera novela. Me demoré dos años escribiéndola y luego le seguía haciendo cambios. Con ella ganó el Premio Nacional de Novela de la Universidad de Antioquia en el año 2000, y en 2001 fue publicada.

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Además de la manía de reescribir, tiene la manía de procrastinar. “Soy un procrastinador excelso”, reconoce. “Postergar es pésimo para la vida matrimonial pero no para escribir, porque le da vuelo a la creación. Paro, postergo deliberadamente, escribo, paro, reescribo”.

Después de su ópera prima, empezó Hagan el favor de hacer silencio, “pero de repente se me apareció la historia de I love you putamente y la escribí”. Norma la publicó en 2007 y es la primera de una trilogía. Hagan el favor de hacer silencio vio la luz en abril de 2013 y será presentada en julio en Medellín. “¿Será que estoy siendo muy arrogante con los dioses? –se preguntaba antes de su publicación–, todos los dioses me dicen: ‘las grandes editoriales te cierran las puertas, busca una editorial más pequeña’, la mandé a Sílaba y también por azar ya salió”.

La segunda parte de la trilogía, Esos besos que te doy, está lista pero sin editorial que se le apunte, y la tercera, Los abismos de tu sexo, “está en proceso”, es decir, entre el reescribir y el procrastinar. Mientras esto, que el azar se encargue de encontrar quién la publique.

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