Reverencia y desarme

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Pasó el tiempo, y los niños llegaron a ser hombres corpulentos y valientes, muy diestros en las armas, capaces de vencer cualquier obstáculo que hallaron en las expediciones que emprendieron
/ Gustavo Arango
Hace miles de años existió en el noroeste de la India una ciudad llamada Vaisali. Allí se erigía un templo al que los fieles llamaban “Reverencia y Desarme”. Según el relato que en el siglo V hizo el monje chino Fa Hsien –uno de los viajeros más admirables de que se tenga noticia–, el nombre de aquel santuario se origina en una historia inquietante.

Muchos años atrás, la concubina de un rey cuyo reino se hallaba a orillas del Ganges dio a luz de su vientre una bola deforme. Atacada por los celos, la esposa del Rey le dijo:
—Has traído al mundo una monstruosidad de mal agüero.

Y ordenó que pusieran la bola en una caja de madera y la entregaran al río que viene del Cielo.

Otro rey que caminaba pensativo por la orilla del río vio aquella caja que flotaba en la corriente y sintió curiosidad. Ordenó a sus sirvientes que la rescataran de las aguas y se la trajeran al palacio. Cuando la tuvo al frente, descubrió que aquella bola en realidad era un millar de niñitos diminutos, sanos y completos, de hermosura deslumbrante, y cada uno con rasgos diferentes. El Rey los tomó como hijos suyos y mandó que los criaran como príncipes, y que la servidumbre del palacio los cuidara para que crecieran sanos y contentos.

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Pasó el tiempo, y los niños llegaron a ser hombres corpulentos y valientes, muy diestros en las armas, capaces de vencer cualquier obstáculo que hallaron en las expediciones que emprendieron. El Rey que se hizo cargo de su crianza llegó a ser muy poderoso y anexó a sus territorios muchos reinos. De ese modo, resultó inevitable que llegara el momento en que los mil valientes príncipes se dispusieran a atacar el vasto reino de su padre verdadero. Aquel rey se sintió apesadumbrado, pues tenía ya noticia del coraje y de la fama de invencibles de los mil preciosos príncipes. Cuando la concubina notó la pesadumbre de su rey, se propuso indagar por la razón que lo hacía sentirse de ese modo.

El Rey le respondió:
—Querida concubina, ese rey de los mil hijos, los más fuertes y valientes, se dispone a atacarnos, y por eso me siento conturbado.

—Olvida la tristeza —dijo la concubina—. Sólo tienes que mandar construir una tarima sobre el muro oriental de la ciudad. Cuando vengan a atacarnos, yo haré que se retiren.

El Rey hizo lo que la mujer le dijo y, cuando los guerreros se acercaron, la mujer les habló desde lo alto:
—Ustedes son mis hijos. ¿Por qué actúan de manera tan rebelde y desnaturalizada?
Uno de los guerreros que iba al frente gritó desafiante:
— ¿Quién eres tú, mujer, que dices ser nuestra madre?
—Eso soy —dijo ella—. Mirad bien y abrid la boca.

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Una ciega obediencia obligó a los soldados a hacer lo que les pedía, y la mujer puso al desnudo sus pechos y empezó a presionarlos con las manos. Cada pezón arrojó quinientos chorros de leche y, de ese modo, alcanzó las bocas de sus mil hijos. Los guerreros bebieron y sintieron vergüenza y pusieron sus armas en el suelo. Los dos reyes meditaron largamente aquellos hechos y llegaron a alcanzar la santidad.

Uno de aquellos mil príncipes llegaría a reencarnarse en otro príncipe, de la casa de los Sakias, conocido con el nombre de Siddharta Gautama, y fue el Buda del que tanto hemos oído, pero poco conocemos.

Las historias del budismo son simples e intrigantes. El relato de los príncipes parece estar hablándonos de algo muy familiar, pero al hacerlo nos recuerda que no hay nada más difícil de entender que los lazos misteriosos con que siempre están unidas las criaturas que llamamos “madre e hijos”.
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