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Por: Marta Lucía Restrepo
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Nada parecía más sexi que tomar el cigarrillo entre el dedo índice y el medio de la mano derecha, llevarlo hasta el lado izquierdo de los labios, chupar, aspirar el humo con la boca entreabierta, contener la respiración por unos instantes y luego levantar un poco la cara, para lanzar el humo con elegancia.
Como decía Sarita Montiel en su canción Fumando espero: “Fumar es un placer genial…, sensual… Fumando espero al hombre a quien yo quiero…”. De otro lado, un símbolo de virilidad era el hombre Marlboro montado en su caballo, en contraluz, cigarrillo en mano, en medio de una nube de humo… Y como Sarita Montiel, oculta tras mi propia nube de humo yo soñaba con un hombre como el de los comerciales de Marlboro. Para los adolescentes de la generación de los setenta, la primera vez que podíamos fumar delante de los papás era como obtener una patente de corso que simbolizaba una aproximación inicial al mundo de los adultos. Los setenta eran tiempos de ceniceros por todas partes. Un buen aguinaldo empresarial podía ser un cenicero portátil, hecho de metal cromado y pintura horneada de vistosos colores (una de mis hermanas mayores tenía uno rojo), porque era útil para llevar en la cartera; no existían las zonas de fumadores, porque los adultos podían fumar sin restricciones en los aviones, en el carro, el taxi y hasta en los buses. Y en mi casa, hubo un tiempo en que de ocho hijos fumábamos cinco, más nuestros padres. También era usual que los estudiantes universitarios fumáramos en clase y hasta arrojáramos con toda tranquilidad las colillas al piso. Era un comportamiento de regular factura, tolerado por alumnos y profesores; porque era feo comer en clase, pero cualquiera podía fumarse los cigarrillos que quisiera. La fiesta se aguó cuando empezaron a divulgar resultados de investigaciones que anunciaban que ese placer que producía cada bocanada de humo era en realidad una adicción de las más bravas, era una trampa mortal de oscuro pronóstico; que el sensual enronquecimiento de la voz y esa progresiva dificultad para respirar eran efectos adversos del cigarrillo. En cuestión de algunas décadas, muchos de esos famosos que en la pantalla invitaban a fumar, entre ellos el hombre Marlboro, han muerto por causa de su adicción al cigarrillo. Amén de una señora que conocí, que no era famosa, pero que ahogada por el enfisema, se quitaba el tubo de oxígeno para inhalar unas desesperadas bocanadas de humo. Para millones de personas en el mundo, me incluyo entre ellas, empezó entonces la quijotesca lucha contra las demandas de nicotina del organismo. Esfuerzos fallidos, triunfos de corto plazo y la sensación de que era imposible liberarse de este seductor carcelero. Muchos logramos ganar la batalla, pero millones de personas aún la pierden a diario, porque la nicotina es una de las sustancias más adictivas que hay. Según dice en el informe Neurociencia del Consumo y Dependencia de Sustancias Psicoactivas, que publicó la Organización Mundial de la Salud (OMS), en 2005, el potencial de dependencia asociado con el fumar parece igual o mayor que el de otras sustancias psicoactivas. Entonces, ahora liberada, me pregunto qué hay en la mente de quien después de todo lo que se sabe sobre el cigarrillo aún tiene como objetivo conseguir tantos nuevos adictos a la nicotina como sea posible, con el único propósito de obtener beneficio económico. Qué extraña disociación guarda el cerebro de esos ejecutivos impecables, que son buenos esposos y buenos padres, que a diario van a sus oficinas para ver cómo idear la forma de hacerle marrullas a la ley de los países en vías de desarrollo de todo el planeta; cómo dirigir sus embates al público objetivo, es decir, a los adolescentes, cómo lograr seducirlos para que queden atrapados por la adicción a la nicotina. ¿Será que los directivos de la industria tabacalera fuman y persuaden a sus hijos para que, aunque “el tabaco es nocivo para la salud”, necesito que fumen bastante, todo lo que puedan, para que nos ayuden a cumplir el presupuesto de la empresa? |
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