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Nacido en Francia (1915) de padres norteamericanos, fallecido en Bangkok (1968), Thomas Merton es con Krishnamurti uno de los dos grandes místicos del siglo 20, cada uno por su lado “buscadores de búsquedas” en lo terrenal, en lo sobrenatural. Recuerdo que en mi casa había un libro suyo, “Semillas de contemplación”, que siempre me pareció bastante extraño a pesar de que me gustaba meterle el diente a cuanto libro curioso encontraba en los anaqueles. Muchos años después me encontré con su extraordinaria biografía “La Montaña de los Siete Círculos”, que me dejó turulato y con ganas de apostolado solitario, ganas que he cumplido a medias con los hermanos benedictinos de Oriente en su hermoso monasterio de Santa María de la Epifanía. Ya vendrán otros días más completos. Merton escribió poco más de cuarenta libros de alta intensidad poética y espiritual (en español se consiguen algunos tan interesantes como “Diario de un ermitaño”, “El camino de Chuang Tzu”, “Las aguas de Siloé”, “Ningún hombre es una isla”, “Pensamientos de la soledad y la paz monástica”, entre otros). En una gigantesca librería-bazar que acaban que inaugurar en El Poblado, en un rinconcito de descuentos, hallé una de sus obras más escasas, “Dos semanas en Alaska”, que comprende un diario, cartas y conferencias, y que devoré con la sed de los desiertos del alma –que siempre pide más, más. En la conferencia de las últimas páginas se refiere certeramente a nuestra condición de caminantes, de peregrinos en este mundo tan extraño, por el que quizás andamos extraviados, mirando al cielo cuando debemos poner los ojos en la tierra y viceversa, atisbando las señales del día y de la noche, sin darnos cuenta de la Poderosa Presencia que marcha a nuestro lado. Anota Merton: “Digámonos a nosotros mismos lo locos que somos por no creer; y, segundo: Permanece con Él: … la experiencia del corazón ardiendo dentro de ti”. Digamos también aquí que Merton fue gran amigo del poeta nicaragüense Ernesto Cardenal, con quien sostuvo larga correspondencia, y pensaba, vean ustedes, que los dos más grandes poetas que había dado el mundo eran Dante Alighieri y… el peruano César Vallejo. Uno también se puede equivocar, aunque sea místico. Yo no quería en principio ponerme tan beato ante vosotros, porque mi intención era otra, aprovechando este bello invierno novembrino para citar un par de fragmentos de Merton sobre la lluvia, de un texto que han traducido como “La lluvia y el rinoceronte”, y que es tan poético como “políticamente incorrecto”. Veamos: “Déjenme decir esto antes de que la lluvia se vuelva un servicio público que ellos puedan planificar y distribuir por dinero. Con “ellos” me refiero a los incapaces de entender que la lluvia es un festival, gente que no aprecia su gratuidad, pensando que lo que no tiene precio carece de valor y que lo que no puede venderse no es real, de modo que para que algo sea verdadero resulta preciso colocarlo en el mercado. Vendrá un tiempo en el cual te venderán hasta tu propia lluvia. Por el momento es gratis todavía, y estoy en ella. Celebro su gratuidad, y su carencia de significado. […] “Las calles, lavadas súbitamente, se vuelven transparentes y cobran vida, y el ruido del tráfico se convierte en un chapoteo de fuentes. Uno casi podría pensar que el hombre urbano, bajo el chaparrón, tendría que tomar en cuenta a la naturaleza en su humedad y frescura, su bautismo y su renovación. Entretanto, los obsesionados ciudadanos se sumergen en la lluvia soportando la carga de sus obsesiones, levemente más vulnerables que antes. No ven que las calles brillan hermosamente, que ellos mismos están caminando sobre estrellas y agua, que van corriendo sobre cielos para alcanzar un ómnibus o un taxi, para protegerse de algún modo comprimidos por humanos irritados, los rostros de los avisos y el ruido opaco, cretino, de una música no identificada…” Escribo este artículo en mi oficina a 20 metros de la autopista, llueve desde todo el cielo, las ambulancias con sus sirenas no dejan de aturdir y confundir a los demás automovilistas, y no dejo de pensar en la manera en que el Señor decidió llevarse al santísimo poeta y monje trapense acabado de llegar a Bangkok, donde pensaba radicarse: electrocutado saliendo del baño, al tocar el cable de un ventilador mal conectado, una cálida mañana de diciembre…
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