Me fascinás, Fernando Vallejo

Con todo y su irreverencia, sus blasfemias, sus sacadas de clavo, su pesimismo, sus insultos, sus ganas de escandalizar, sus exabruptos, su todología. Qué le vamos a hacer.

Con Fernando Vallejo me pasó lo que a muchos con la primera copa de licor o el primer pucho de marihuana: lo probé y me enganché.

Leí hace años Los días azules, el punto de partida de esa novela río –que no sé si es novela o no, no soy crítica ni hermenéutica ni nada que se les parezca, ni quiero serlo-, El río del tiempo, y, ¡plop!

Me fascina Fernando Vallejo, qué le vamos a hacer; aunque no coincidamos en muchas cosas, aunque no todos sus escritos me gusten. Algunos, pocón. Pero la mayoría son una gozada para mí. (“Dos personas no leen nunca el mismo libro”, dijo, con razón, el escritor norteamericano Edmund Wilson). Con todo y su irreverencia, sus blasfemias, sus sacadas de clavo, sus desafectos gratuitos o no, su pesimismo, sus insultos, sus ganas de escandalizar, sus exabruptos, su todología… Y, por sobre todo, con su amplio saber, su manejo del lenguaje, su humor negro azabache, su escritura desatada.

Solo alguien así podía haber escrito Memorias de un hijueputa (Alfaguara), lanzado en la Feria del Libro de Bogotá. Una especie de boutade en la que Vallejo no deja –en sentido literal- títere con cabeza. (Debió quedar más livianito…)

Médicos, periodistas, jueces, banqueros, los expresidentes vivos (se le escapó Samper), faracos, paracos, músicos (Tchaikovsky no, por favor), pintores (de acuerdo, El Grito de Munch supera al Guernica de Picasso), escritores (a mí sí me gustan César Vallejo y otros más), pobres, ricos, católicos, judíos, mahometanos, raperos, grafiteros, embarazadas, almacenes Éxito, El Colombiano, los colombianos, la antioqueñidad, el clero completico, Fulanito, Peranito, etcétera y etcétera, por la razón que sea, no escapan al ojo de águila del alter ego del escritor, el dictador que gobierna Colombia: “Yo soy el que ordena, yo soy el que manda, yo soy el que habla” (p. 11).

Y yo, lectora impenitente, no paso dos páginas sin interactuar con él. Lo tacho, lo subrayo (también amo los perros y soy consciente del cuidado del planeta), lo contradigo (creo en el ser humano y respeto todas las creencias), lo felicito (así se critica a la Colombia corrupta), lo complemento. Y suelto carcajadas con sus batallas contra los molinos de viento, en compañía de Peñaranda, el fiel Sancho de esta historia. Y me resbala lo que dice de mí, de las mujeres: “¿Habrá error más grande de la Evolución que estas tetrápodas de dañina esencia? ¿Tanto tanteo durante miles de millones de años para llegar a semejante cosa?” (p.151).

Y concluyo: será por eso, por el tal error evolutivo, que me gusta tanto leerlo. Sin propósito de la enmienda, qué le vamos a hacer.

ETCÉTERA: Ve, Peñaranda, decile a Su Excelencia que le diga a Vallejo que la telenovela Sin tetas no hay paraíso no está basada en ningún libro de “nuestro escritor Abad” (p.170). Está basada en una obrita efímera de un libretista que se dio a conocer exprimiendo el limón de la estética mafiosa. Un tal Gustavo Bolívar.

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