La risa del muerto*

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–Levántate Epiménides. Hoy también nos esperan aventuras.
Él se sentó en el sofá. Tardó en volver de un sueño profundo.
–¿Qué hora es?
–La hora de organizarnos para salir.
Recordó que había estado leyendo hasta que empezaba a clarear.
–Encontré algo curioso entre las hojas sueltas. Parece que estaba considerando reunir sus historias en un libro parecido a las “Novelas ejemplares”. Hasta le tenía un título: “Novelas deplorables”.
–Interesante –dijo Xenia, arrojándole una toalla limpia que sacó del clóset–. Me pregunto a quién más puede interesarle.
–Me gusta mirar su letra, ver cómo fue cambiando con los años.
–Ya verás la sorpresa que se llevarán cuando te vean.
–A veces avanzo muy despacio, una frase me toma eternidades, como si en lugar de leer estuviera escribiendo, sin prisa, sintiendo la emoción de la escritura.
–Es una oportunidad única –hablaba desde su cuarto–. Verás reunida a toda tu parentela en el exilio.
–Mira lo que encontré –tomó un papel cuadriculado–. Es una cita: “La pluma en la mano hace más estragos que la espada. Con la pluma se escribe la sentencia de muerte y con ella se borra toda una nación. En la punta de la pluma está el destino del mundo y ante una palabra escrita se inclinan hasta las cabezas más erguidas”.
–Es posible que te inviten a pasar unos días con ellos. Si no quieres, puedes decirles que estás transcribiendo los cuadernos, que hay un editor interesado.
–Creo que los libros deberían incluir los titubeos, los tachones, las variantes que consideró su autor. A veces, he dedicado más tiempo a leer lo que eliminó (tachaba sin preocuparse por ocultar demasiado), a preguntarme por qué, qué pudor o sentido estético lo obligó a descartar, a cambiar.
Era la fiesta de cumpleaños de una prima tercera o cuarta. Viajaron casi dos horas en el auto. Le hizo gracia pensar en lo dispuesto que estaba a hacer cosas que, en otras circunstancias, no le habrían interesado.
Esa noche, al dormirse, trató de rescatar todo lo que había vivido, pero el cansancio se lo impedía. Sólo tenía fragmentos: el paisaje, los rostros, la novedad, las viejas anécdotas. Había descubierto de repente una rama frondosa y desconocida de su tronco familiar. Primas segundas o terceras, tías abuelas, una tribu numerosa y festiva había surgido de la nada.
Pero sólo una impresión regresaba insistente, superior a su capacidad para entender: el momento en que esas dos ancianas lo vieron llegar y cubrieron sus ojos horrorizadas.
–No puede ser, Dios mío –dijo una, con voz quejumbrosa, incapaz de aventurarse a descubrir su rostro.
La otra se había acercado a tocar su hombro, a tomarle el rostro con una manita retorcida para mirarle el perfil, la forma de la nariz.
–Eres idéntico a tu padre –aclaró por fin una de ellas–. Lo queríamos tanto. Cuando éramos niños jugábamos juntos. Nos dolió tanto la noticia de su muerte.
Las ancianas decidieron llamarlo con el nombre de su padre y él se sintió liberado de sí mismo. Bailó, cantó, bebió, con una forma de ser que no era suya. Se dejó arrastrar y besar y abrazar por todo el mundo. Se sintió a gusto con el nombre que le daban y fue feliz de no ser él. Hasta la medianoche fue un muerto que reía y que cantaba.
* El próximo 29 de marzo, la editorial UPB presentará la edición colombiana de La risa del muerto, ganadora en Nueva York, en 2002, de un premio a la mejor novela en español escrita en los Estados Unidos. El libro formará parte de la colección Club de Escritores UPB.
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