La prodigiosa vida de Gabriel José

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La prodigiosa vida de Gabriel José
Como el último Buendía, al descifrar los manuscritos de Melquiades, los que vienen verán revelados los secretos ocultos en su obra
/ Gustavo Arango

Ahora que el alboroto empieza a disiparse y que la atención del público se mueve hacia pelotas y políticos, ha llegado la hora de quedarnos a solas con Gabriel García Márquez. Su historia apenas comienza. Nos ha sido imposible observarlo con justicia porque el ruido alrededor lo distorsiona. Tuvimos, al mismo tiempo, la suerte de ser sus contemporáneos y el infortunio de no ver lo que será para el futuro. Mucho después de que último de nosotros haya muerto, se seguirá leyendo a Gabriel García Márquez.

Vendrán tiempos de olvido y reivindicaciones. Vendrán descubrimientos sorprendentes e interpretaciones audaces. Algún día se sabrá, por ejemplo, la verdadera historia de esos meses de poseso en que escribió la más certera y panorámica novela americana: qué dudas e inspiraciones lo acompañaron, qué minucias cotidianas y brebajes. García Márquez insistió toda su vida en que no había un solo hecho en sus novelas que no fuera inspirado por la realidad. Lanzó la red en las aguas inmensas de la cultura popular y la extrajo llena de imágenes, de anécdotas, de escenas primordiales. Pero tuvo la astucia de esconderse entre tanta realidad.

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No sabemos quién fue. Como el último Buendía, al descifrar los manuscritos de Melquiades, los que vienen verán revelados los secretos ocultos en su obra. Ellos serán los que sepan si su última novela fue una culpa confesada, si el poder de verdad lo fascinaba, si su afán seductor lo llevó a hacer una lista como la de Florentino, si cierto desmayo de Aureliano escondía un secreto inconfesable.

Muchos insisten en que El coronel no tiene quien le escriba es su obra maestra. Él mismo decía que su mejor libro era El amor en los tiempos del cólera. No faltan los que prefieren El otoño del patriarca, por su virtuosismo, o Del amor y otros demonios, por su sutileza. Lo cierto es que sin Cien años de soledad su fama y su prestigio no habrían sido tan grandes.

Cien años de soledad apareció en Buenos Aires, en junio de 1967, y a la calidad de la novela la acompañó una promoción muy oportuna. En su edición del 20 de junio, la revista Primera Plana dedicó la portada a García Márquez e incluyó una entrevista de Ernesto Schóo y una reseña de Tomás Eloy Martínez. Se anunciaba la aparición de “la gran novela americana”. En la entrevista, donde ya empezaba la leyenda de los abuelos de Aracataca y se anunciaba El otoño del patriarca, García Márquez dio una declaración que al entrevistador le sonó extraña: “me importa más terminar los libros que publicarlos”.

Siempre me ha parecido que el cuento La prodigiosa tarde de Baltazar es uno de los textos más autobiográficos de García Márquez. Baltazar es un carpintero obsesionado con su oficio y construye la jaula más hermosa del mundo para el hijo del rico del pueblo. Como el padre del muchacho no quiere pagar, a Baltazar no le importa regalar su trabajo. Sólo quiere entregarle la jaula a quien se la había encargado. Al final, les miente a sus amigos, dice que logró sacarle dinero al rico, e invita a todos a celebrar. Cien años de soledad fue la jaula de García Márquez. Al escribirla, lo importante para él era terminarla, extraer de la nada esa obra para la que toda su vida había sido un preámbulo. No pensaba en el dinero, sólo en su reto de artista. Pero al final consiguió que le pagaran y quizá, por eso mismo, dejó atrás al artesano que había sido y se volvió un empresario.

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Oneonta, mayo de 2014.
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